sábado, 20 de diciembre de 2014

El oso catarí



18 de diciembre de 2014.



Hoy empiezo las vacaciones de Navidad. Llegamos con casi tres horas de antelación al aeropuerto, por lo que no hay apenas gente en el mostrador de facturación. Como imaginaba (por lo que recordaba de esta compañía del viaje a Vietnam), me pesan el equipaje de mano, pero está dentro de los límites permitidos: 7 kilos. Y en el equipaje facturado llevo “solo” 17 kilos y medio. Hasta los 30 kilos permitidos tengo margen más que de sobra para la vuelta.

En el primer avión (de Madrid a Qatar) me llevo una pequeña sorpresa. Me han dado un asiento de los de en medio, cuando pensaba que llevaba pasillo. Debió de haber alguna confusión cuando reservé el asiento por teléfono, porque compruebo que efectivamente el número corresponde al que reservé. Tampoco pasa nada, aunque no me gusta mucho eso de ir encajonado. El vuelo hasta Qatar pasa relativamente rápido (son algo menos de siete horas). Cada asiento tiene una pantalla individual con cientos de películas y series. Veo un thriller – La entrega- que está bastante bien. Nos dan de comer dos veces: comida más tentempié. Otra cosa no será, pero comida no me va a faltar en el viaje.


En Qatar la escala es cómoda. Cuando volé a Vietnam e hice escala en Doha tuve que pasar de nuevo el control de seguridad, pero esta vez no es necesario. No se sale en ningún momento de la terminal. El aeropuerto es bastante nuevo, con tiendas de lujo y una zona central con un enorme oso de peluche. Es el primer animal que veo en el viaje. Seguro que no será el último…

En el segundo avión tengo por fin pasillo. Después de comer (otra vez) duermo un rato. Son ya casi las dos de la mañana en España. Lo malo es que a las pocas horas (sobre las seis y poco) vuelven a encender las luces para el desayuno, aunque quedan más de dos horas y media para aterrizar. ¡Qué pesados! Hago un último intento de dormir después del desayuno, cubriéndome la cabeza con la manta, pero es un intento frustrado, porque la pareja que está sentada a mi lado me despierta para salir al servicio. Aterrizamos con un ligero retraso, sobre las diez y veinte hora local. Al salir del avión, ya camino de la zona de inmigración, veo que no llevo la camiseta térmica de montaña que tenía anudada a la cintura. Regreso al avión y miro en el asiento, pero no está. Se me ha debido de caer en la escala en Qatar, pienso. Me da un poco de rabia, porque aunque ya tiene sus años, es una camiseta bastante buena y la única que tenía de este grosor. 

Tras pasar inmigración y la aduana sin problemas, cambio algo de dinero (con un cambio bastante malo, por cierto) y salgo a la zona de llegadas, donde me espera el transporte que había reservado por Internet para llegar al hotel. Sigo al conductor hasta el parking. Por el camino estoy a punto de pedirle que paremos un momento en una de las tiendas de “duty free” para comprar un adaptador a los enchufes de Sudáfrica, que tienen tres agujeros redondos y para los que no valen los adaptadores internacionales normales. Pero al final lo dejo estar. En el parking hago un intento de subirme al lado del conductor, en el asiento derecho de la zona delantera. Veo que el chofer me pone cara rara. Normal, porque estoy intentando subirme al asiento del conductor. Se me había olvidado que en Sudáfrica, como en otras excolonias británicas, se conduce por la izquierda. Al final me monto detrás.

En unos veinte o veinticinco minutos llegamos al hotel. La habitación está bastante bien, aunque la ubicación no es demasiado céntrica. Lo más cercano es la zona del waterfront, una especie de muelle con tiendas y restaurantes, a unos 15 minutos andando. Y allí me encamino después de darme una ducha y un afeitado. Aunque tampoco es nada del otro mundo, no está mal empezar la estancia en Ciudad del Cabo con un paseo relajado por aquí. Me acerco al sitio de donde salen los tours para Robben Island, la prisión en la que estuvo encerrado Nelson Mandela, por si hubiese alguna posibilidad de sacar un billete (a través de Internet están agotados), pero no hay manera: hay decenas de personas e incluso cancelan el único tour que había por “razones técnicas”. Veo el viejo reloj que está en el puerto y me acerco caminando a lo largo de la costa hasta Green Point (como una hora y media de paseo en total). No me pongo la gorra ni protector solar y acabaré quemándome un poco, tanto en la nuca como en el cuero cabelludo, que es lo más molesto. No sé yo si ha sido buena idea raparme tanto antes del viaje.






De vuelta al hotel, bajo un rato al gimnasio. Pensaba acercarme luego a comer a un restaurante de pescado del Waterfront, pero al final me da pereza, porque mañana tengo que madrugar mucho: vienen a recogerme a las 5.10 para la excursión de los tiburones. 

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