miércoles, 31 de diciembre de 2014

El humo que truena

30 de diciembre

Hoy llega el día de conocer por fin las Cataratas Victoria, una de las tres grandes cataratas del mundo, junto con las de Iguazú y el Niágara, y las únicas que me faltaba por visitar. Aunque ya figuraban en algunos mapas desde algunos años antes, fue David Livingstone, el misionero y filántropo británico que luchó en contra de la esclavitud, quien las popularizó en Occidente a partir de 1855.  Aunque esta época del año no es la mejor (el río viene menos crecido), estoy seguro de que deben de ser impresionantes. Los nativos las llamaban “Mosi-oa-Tunya”, es decir, “el humo que truena”
.
Tras constatar de nuevo que no tengo conmigo la cartilla de la fiebre amarilla decido sustituir la visita a Zambia por un vuelo en helicóptero para sobrevolar las cataratas. En principio, había descartado hacerlo por el precio: 140 dólares el vuelo más barato, de unos 12-13 minutos, y casi el doble por uno un poco más largo, más 12 dólares de tasas de entrada al parque por vía aérea en ambos casos, que supongo que se lleva el gobierno (ayer tuve que pagar un tasa similar por los derechos de uso del río). Decido contratar el vuelo corto y me acerco caminando hasta las oficinas de Shearwater, uno de los principales operadores turísticos de la zona, aunque antes miro a ver si encuentro la oficina con la que hice el “transfer” ayer (los precios son los mismos en todas partes). Al final reservo el vuelo en helicóptero con recogida en el hotel a las 14,30, lo más tarde que me pueden dar.

Salgo ya para la entrada del parque nacional, que se encuentra como a unos 10 minutos caminando por la carretera. A mitad de camino me meto por un pequeño atajo, después de preguntar a dos chavales negros que caminan en la misma dirección. Por el sendero aparece un jabalí.


 En el parque pago la entrada de extranjeros --30 dólares-- y empiezo el recorrido para ver las cataratas. A ratos llueve bastante, pero a cambio no hay todavía demasiada gente en el parque y eso se agradece. Tanto las cataratas como el paisaje en general merecen mucho la pena, aunque las vistas quedan a veces ocultas por las nubes y por ese “humo que truena” que crea el agua al desplomarse por la catarata.


La última parte del recorrido es la que tiene las mejores vistas, incluyendo las de la Isla de Livingstone, en la que es posible bañarse en esta época del año justo al borde de las cataratas. Al final del todo, sobre un inmenso cañón excavado por el río, se contempla el puente que separa Zambia de Zimbaue, donde varios turistas hacen puenting.   












Cuando acabo el recorrido lo hago una segunda vez para grabarlo en la GoPro, y para ver de nuevo las cataratas, ahora que el tiempo está un poco más despejado, aunque volverá a llover de nuevo, alternándose nubes bajas y claros todo el tiempo. A mitad de camino me encuentro con Sergio y Brigitte, a los que saludo unos instantes. Cuando acabo el recorrido, en vez de tomar el desvío hacia la salida, desando el camino hasta el principio, para ver las cataratas por tercera vez.

Después de salir del parque me encamino a la frontera, con idea de ver el puente, y de preguntar si es posible cruzar a Zambia sin que me pongan los sellos en el pasaporte, al tener ya visado. La mujer que me atiende en la mesita que separa los dos países me pregunta por mis planes y de dónde vengo, pero me dice que, aunque solo sea para ver el parque desde el lado de Zambia, no pueden dejarme pasar sin ponerme los sellos. Decido no arriesgarme y ni siquiera le insisto en la posibilidad de cruzar para caminar sobre el puente.

El resto de la mañana la empleo en acercarme a un mercadillo artesanal situado a unos cientos de metros del pueblo. En la primera parte del camino hay algunas tiendas y al final del camino una serie de puestecillos en los que no hay nadie más que los vendedores (ningún turista). Me acerco a echar un vistazo, aunque eso supone que me saluden los vendedores de cada uno de los puestos, insistiéndome para que compre algo. Todos hacen lo mismo: te saludan, te preguntan de dónde vienes, hacen alguna gracia relacionada con España (generalmente sobre fútbol, pero también en un caso decirme que su nombre es Juanito Valderrama) y te piden que les compres algo, o que al menos les regales tu camiseta o tus zapatillas. Al final, acabo comprando un par de máscaras en un puesto: regateo hasta la cuarta parte de lo que me pedían y el vendedor antes de cerrar el trato se marcha para consultarlo con su hermano, que efectivamente viene a hablar con él. Supongo que es señal de que el trato es ajustado. No sin dificultades para zafarme de la legión de vendedores, salgo del mercadillo, pero al final acabo acercándome de nuevo con otro vendedor a ver otras máscaras, “de leopardo”, que son bonitas. Aquí el regateo es aún más duro: me insiste en que el precio que he pagado por las otras máscaras no es válido, porque el material y los acabados de estas máscaras son mejores (la verdad es que así lo parece). Acabo llevándome dos máscaras por un poco más de la mitad de lo que me pedía por una, negociando además dos imanes “de regalo”. Cuando todo parece ya Ok y me pide que elija las dos máscaras, le da el yuyu al ver que una de las que elijo es una máscara algo más grande que las otras. Otra vez regateo para aquí y para allá. Aunque estoy a punto de dejarlo estar, al final acepto pagar 10 dólares más, añadiendo otro imán de regalo.  Por la actitud del vendedor, que en algún momento parece desistir de la venta y me pide que me fije en otras cosas, creo que el trato no es malo. Obviamente, tampoco lo es para él. En un regateo nunca se vende perdiendo dinero. De salida del poblado, acompañado por el vendedor para coger dinero con que pagarle en el hotel, me asaltan otros vendedores. Al final, me acaba dando cierta lástima de un chaval que vende unos cuencos y que insiste en que no tiene nada que comer y me dice que aunque sea le pague con la camiseta. Todos dirán lo mismo, lógicamente, pero acabo comprándole los tres cuencos por 8 dólares (pedía 10), aunque pesan más de lo que me gustaría.

En vez de ir hasta el hotel, decido ir mejor a un cajero y sacar algo de dinero, mientras me espera el vendedor. Luego cruzamos a una estación de servicio para cambiar. Y hasta allí nos sigue otro vendedor que había intentado colocarme algo. Me ofrece una bolsa de plástico para guardar las cosas y luego me pide un dólar. Le devuelvo la bolsa, pero insiste e insiste. Más tarde le veré también otro par de veces por el pueblo pidiéndome dinero. Entiendo que está desesperado, pero yo no puedo arreglar la vida de todo el mundo. Soy, me da la impresión, de los pocos turistas que se acercan hasta el mercadillo y la verdad es que entre visados, entradas y demás el turismo deja mucho dinero en esta zona. Otra cosa es dónde se queda…. La gente aquí es verdaderamente amable, pero su presidente, Mugabe, no se distingue precisamente por su buen hacer: es un emblema de la corrupción del continente, con una fortuna inmensa, es famoso por la violencia que desató contra los habitantes blancos de Zimbaue, ha emprendido una persecución brutal contra los opositores políticos y contra los homosexuales. Vamos, una verdadera joyita, de las que, por desgracia, siguen abundando en un continente con tanta riqueza y tanto potencial humano.

A las dos y media me recogen en el hotel para ir hasta el pequeño aeródromo de donde sale el helicóptero. Intento comer un sándwich rápidamente en el bar de la piscina del hotel, porque tengo poco más de media hora. Pregunto si pueden prepararme un sándwich de jamón y queso en 10 minutos. Me ponen cara de que eso es imposible, pero finalmente me dicen que lo intentan en unos 15 minutos, de modo que puedo engullir algo de comida antes del vuelo. Lo malo es el jaleo que montan en el bar los otros turistas, en su mayoría americanos jóvenes que vienen aquí de juerga. También por la noche y de madrugada se oyen portazos, risas y gritos cerca de las habitaciones. El típico espectáculo que damos a veces los occidentales fuera de casa.

En el aeródromo, después de esperar un rato, nos pesan y nos dan una charla de un par de minutos. Nos dicen que uno de nosotros se sentará en la parte delantera, pero que no puede ser nadie que pese más de 90 kilos, y que los otros cinco irán detrás. A mí me gustaría ir delante, de copiloto, claro, para tener mejores vistas y poder grabar mejor el vuelo con la GoPro. Cuando nos avisan formamos una fila india para subir al helicóptero. La señora que va delante de mí (bastante gruesa por otra parte) sube detrás y el empleado nos hace una seña a su marido y a mí para que alguien suba delante. Estoy al loro y me subo delante, justo medio segundo antes de que el marido haga el ademán, ya fallido, de montarse ahí también….





El vuelo resulta una pasada y me alegro mucho de hacerlo, aunque sea corto. Se sobrevuela el río zambeze, con unas vistas espectaculares, incluyendo el cañón y, por supuesto, las cataratas. Es comparable a la experiencia que tuve en Alaska al volar en avioneta por encima de glaciares y montañas. Y además esta vez tengo una grabación bastante aceptable de recuerdo. Al aterrizar nos muestran un vídeo para que lo compremos, pero es caro (30 dólares) y nadie se anima.










De camino a los hoteles, todos los que vamos en la furgoneta decidimos bajarnos en la pequeña zona de tiendas del pueblo. Curioseo un poco y, luego, me acerco a conocer el hotel Victoria, el más famoso y lujoso de esta zona. El hotel es, desde luego, un emblema de la época colonial: salones lujosos, alguno con el nombre de alguien tan infame para el continente africano como Henry Stanley, jardines espectaculares, el “high tea” de las cinco, una estatua de César….









Las vistas al puente que separa Zambia de Zimbaue desde los jardines son muy bonitas y un sendero lleva desde los jardines hasta un mirador volcado sobre el cañón del Zambeze, donde algunos practican rappel y puenting. Antes de volver a mi hotel me planteo ir a ver un baobab gigante que está a las afueras, pero cuando pregunto a un policía por el camino me dice que ya es tarde (queda poco para el anochecer) y que puede haber animales salvajes, al ser zona de selva (“bush”), de modo que desisto. Vuelvo simplemente a mi hotel, donde ceno una hamburguesa en la zona comercial adyacente antes de irme a la habitación.







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