Hoy llega el día de conocer por
fin las Cataratas Victoria, una de las tres grandes cataratas del mundo, junto
con las de Iguazú y el Niágara, y las únicas que me faltaba por visitar. Aunque
ya figuraban en algunos mapas desde algunos años antes, fue David Livingstone,
el misionero y filántropo británico que luchó en contra de la esclavitud, quien
las popularizó en Occidente a partir de 1855.
Aunque esta época del año no es la mejor (el río viene menos crecido),
estoy seguro de que deben de ser impresionantes. Los nativos las llamaban “Mosi-oa-Tunya”,
es decir, “el humo que truena”
.
Tras constatar de nuevo que no
tengo conmigo la cartilla de la fiebre amarilla decido sustituir la visita a
Zambia por un vuelo en helicóptero para sobrevolar las cataratas. En principio,
había descartado hacerlo por el precio: 140 dólares el vuelo más barato, de
unos 12-13 minutos, y casi el doble por uno un poco más largo, más 12 dólares
de tasas de entrada al parque por vía aérea en ambos casos, que supongo que se
lleva el gobierno (ayer tuve que pagar un tasa similar por los derechos de uso
del río). Decido contratar el vuelo corto y me acerco caminando hasta las
oficinas de Shearwater, uno de los principales operadores turísticos de la
zona, aunque antes miro a ver si encuentro la oficina con la que hice el “transfer”
ayer (los precios son los mismos en todas partes). Al final reservo el vuelo en
helicóptero con recogida en el hotel a las 14,30, lo más tarde que me pueden dar.
Salgo ya para la entrada del
parque nacional, que se encuentra como a unos 10 minutos caminando por la
carretera. A mitad de camino me meto por un pequeño atajo, después de preguntar
a dos chavales negros que caminan en la misma dirección. Por el sendero aparece
un jabalí.
En el parque pago la entrada de extranjeros --30 dólares-- y empiezo el recorrido para ver las cataratas. A ratos llueve bastante, pero a cambio no hay todavía demasiada gente en el parque y eso se agradece. Tanto las cataratas como el paisaje en general merecen mucho la pena, aunque las vistas quedan a veces ocultas por las nubes y por ese “humo que truena” que crea el agua al desplomarse por la catarata.
La última parte del recorrido es la que tiene las mejores vistas, incluyendo las de la Isla de Livingstone, en la que es posible bañarse en esta época del año justo al borde de las cataratas. Al final del todo, sobre un inmenso cañón excavado por el río, se contempla el puente que separa Zambia de Zimbaue, donde varios turistas hacen puenting.
En el parque pago la entrada de extranjeros --30 dólares-- y empiezo el recorrido para ver las cataratas. A ratos llueve bastante, pero a cambio no hay todavía demasiada gente en el parque y eso se agradece. Tanto las cataratas como el paisaje en general merecen mucho la pena, aunque las vistas quedan a veces ocultas por las nubes y por ese “humo que truena” que crea el agua al desplomarse por la catarata.
La última parte del recorrido es la que tiene las mejores vistas, incluyendo las de la Isla de Livingstone, en la que es posible bañarse en esta época del año justo al borde de las cataratas. Al final del todo, sobre un inmenso cañón excavado por el río, se contempla el puente que separa Zambia de Zimbaue, donde varios turistas hacen puenting.
Cuando acabo el recorrido lo hago
una segunda vez para grabarlo en la GoPro, y para ver de nuevo las cataratas,
ahora que el tiempo está un poco más despejado, aunque volverá a llover de nuevo,
alternándose nubes bajas y claros todo el tiempo. A mitad de camino me
encuentro con Sergio y Brigitte, a los que saludo unos instantes. Cuando acabo
el recorrido, en vez de tomar el desvío hacia la salida, desando el camino
hasta el principio, para ver las cataratas por tercera vez.
Después de salir del parque me
encamino a la frontera, con idea de ver el puente, y de preguntar si es posible
cruzar a Zambia sin que me pongan los sellos en el pasaporte, al tener ya
visado. La mujer que me atiende en la mesita que separa los dos países me
pregunta por mis planes y de dónde vengo, pero me dice que, aunque solo sea
para ver el parque desde el lado de Zambia, no pueden dejarme pasar sin ponerme
los sellos. Decido no arriesgarme y ni siquiera le insisto en la posibilidad de
cruzar para caminar sobre el puente.
El resto de la mañana la empleo
en acercarme a un mercadillo artesanal situado a unos cientos de metros del
pueblo. En la primera parte del camino hay algunas tiendas y al final del
camino una serie de puestecillos en los que no hay nadie más que los vendedores
(ningún turista). Me acerco a echar un vistazo, aunque eso supone que me
saluden los vendedores de cada uno de los puestos, insistiéndome para que
compre algo. Todos hacen lo mismo: te saludan, te preguntan de dónde vienes,
hacen alguna gracia relacionada con España (generalmente sobre fútbol, pero
también en un caso decirme que su nombre es Juanito Valderrama) y te piden que
les compres algo, o que al menos les regales tu camiseta o tus zapatillas. Al final,
acabo comprando un par de máscaras en un puesto: regateo hasta la cuarta parte
de lo que me pedían y el vendedor antes de cerrar el trato se marcha para
consultarlo con su hermano, que efectivamente viene a hablar con él. Supongo
que es señal de que el trato es ajustado. No sin dificultades para zafarme de
la legión de vendedores, salgo del mercadillo, pero al final acabo acercándome
de nuevo con otro vendedor a ver otras máscaras, “de leopardo”, que son bonitas.
Aquí el regateo es aún más duro: me insiste en que el precio que he pagado por
las otras máscaras no es válido, porque el material y los acabados de estas
máscaras son mejores (la verdad es que así lo parece). Acabo llevándome dos
máscaras por un poco más de la mitad de lo que me pedía por una, negociando
además dos imanes “de regalo”. Cuando todo parece ya Ok y me pide que elija las
dos máscaras, le da el yuyu al ver que una de las que elijo es una máscara algo
más grande que las otras. Otra vez regateo para aquí y para allá. Aunque estoy
a punto de dejarlo estar, al final acepto pagar 10 dólares más, añadiendo otro
imán de regalo. Por la actitud del
vendedor, que en algún momento parece desistir de la venta y me pide que me
fije en otras cosas, creo que el trato no es malo. Obviamente, tampoco lo es
para él. En un regateo nunca se vende perdiendo dinero. De salida del poblado,
acompañado por el vendedor para coger dinero con que pagarle en el hotel, me
asaltan otros vendedores. Al final, me acaba dando cierta lástima de un chaval
que vende unos cuencos y que insiste en que no tiene nada que comer y me dice
que aunque sea le pague con la camiseta. Todos dirán lo mismo, lógicamente,
pero acabo comprándole los tres cuencos por 8 dólares (pedía 10), aunque pesan
más de lo que me gustaría.
En vez de ir hasta el hotel,
decido ir mejor a un cajero y sacar algo de dinero, mientras me espera el
vendedor. Luego cruzamos a una estación de servicio para cambiar. Y hasta allí nos
sigue otro vendedor que había intentado colocarme algo. Me ofrece una bolsa de
plástico para guardar las cosas y luego me pide un dólar. Le devuelvo la bolsa,
pero insiste e insiste. Más tarde le veré también otro par de veces por el
pueblo pidiéndome dinero. Entiendo que está desesperado, pero yo no puedo arreglar
la vida de todo el mundo. Soy, me da la impresión, de los pocos turistas que se
acercan hasta el mercadillo y la verdad es que entre visados, entradas y demás
el turismo deja mucho dinero en esta zona. Otra cosa es dónde se queda…. La
gente aquí es verdaderamente amable, pero su presidente, Mugabe, no se
distingue precisamente por su buen hacer: es un emblema de la corrupción del
continente, con una fortuna inmensa, es famoso por la violencia que desató
contra los habitantes blancos de Zimbaue, ha emprendido una persecución brutal
contra los opositores políticos y contra los homosexuales. Vamos, una verdadera
joyita, de las que, por desgracia, siguen abundando en un continente con tanta
riqueza y tanto potencial humano.
A las dos y media me recogen en
el hotel para ir hasta el pequeño aeródromo de donde sale el helicóptero. Intento
comer un sándwich rápidamente en el bar de la piscina del hotel, porque tengo
poco más de media hora. Pregunto si pueden prepararme un sándwich de jamón y
queso en 10 minutos. Me ponen cara de que eso es imposible, pero finalmente me
dicen que lo intentan en unos 15 minutos, de modo que puedo engullir algo de
comida antes del vuelo. Lo malo es el jaleo que montan en el bar los otros
turistas, en su mayoría americanos jóvenes que vienen aquí de juerga. También
por la noche y de madrugada se oyen portazos, risas y gritos cerca de las
habitaciones. El típico espectáculo que damos a veces los occidentales fuera de
casa.
En el aeródromo, después de
esperar un rato, nos pesan y nos dan una charla de un par de minutos. Nos dicen
que uno de nosotros se sentará en la parte delantera, pero que no puede ser
nadie que pese más de 90 kilos, y que los otros cinco irán detrás. A mí me
gustaría ir delante, de copiloto, claro, para tener mejores vistas y poder grabar
mejor el vuelo con la GoPro. Cuando nos avisan formamos una fila india para
subir al helicóptero. La señora que va delante de mí (bastante gruesa por otra
parte) sube detrás y el empleado nos hace una seña a su marido y a mí para que
alguien suba delante. Estoy al loro y me subo delante, justo medio segundo
antes de que el marido haga el ademán, ya fallido, de montarse ahí también….
El vuelo resulta una pasada y me
alegro mucho de hacerlo, aunque sea corto. Se sobrevuela el río zambeze, con
unas vistas espectaculares, incluyendo el cañón y, por supuesto, las cataratas.
Es comparable a la experiencia que tuve en Alaska al volar en avioneta por
encima de glaciares y montañas. Y además esta vez tengo una grabación bastante
aceptable de recuerdo. Al aterrizar nos muestran un vídeo para que lo
compremos, pero es caro (30 dólares) y nadie se anima.
De camino a los hoteles, todos
los que vamos en la furgoneta decidimos bajarnos en la pequeña zona de tiendas
del pueblo. Curioseo un poco y, luego, me acerco a conocer el hotel Victoria,
el más famoso y lujoso de esta zona. El hotel es, desde luego, un emblema de la
época colonial: salones lujosos, alguno con el nombre de alguien tan infame
para el continente africano como Henry Stanley, jardines espectaculares, el “high
tea” de las cinco, una estatua de César….
Las vistas al puente que separa Zambia de Zimbaue desde los jardines son muy bonitas y un sendero lleva desde los jardines hasta un mirador volcado sobre el cañón del Zambeze, donde algunos practican rappel y puenting. Antes de volver a mi hotel me planteo ir a ver un baobab gigante que está a las afueras, pero cuando pregunto a un policía por el camino me dice que ya es tarde (queda poco para el anochecer) y que puede haber animales salvajes, al ser zona de selva (“bush”), de modo que desisto. Vuelvo simplemente a mi hotel, donde ceno una hamburguesa en la zona comercial adyacente antes de irme a la habitación.
Las vistas al puente que separa Zambia de Zimbaue desde los jardines son muy bonitas y un sendero lleva desde los jardines hasta un mirador volcado sobre el cañón del Zambeze, donde algunos practican rappel y puenting. Antes de volver a mi hotel me planteo ir a ver un baobab gigante que está a las afueras, pero cuando pregunto a un policía por el camino me dice que ya es tarde (queda poco para el anochecer) y que puede haber animales salvajes, al ser zona de selva (“bush”), de modo que desisto. Vuelvo simplemente a mi hotel, donde ceno una hamburguesa en la zona comercial adyacente antes de irme a la habitación.
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