19 de diciembre de 2014
A las cinco en punto estoy ya en recepción, tras doparme con dos pastillas de biodramina con cafeína. Con un poco de retraso, cuando ya estaba preocupándome un poco, llega una furgoneta de la compañía “White Shark Diving”, con la que he contratado la inmersión en jaula. En la furgoneta va también una chica de Singapur y en la siguiente parada recogemos a tres americanas: una analista de “social media”, que viaja sola, y que dice que no ha podido pegar ojo en toda la noche de los nervios con la excursión, y otras dos americanas que viajan juntas. El par de horas que tardamos en llegar a Gaansbai, la que llaman “the white shark capital of the world”, desde donde sale la excursión, las aprovecho para echar alguna cabezada.
Cuando llegamos a las
oficinas de la compañía nos hacen firmar un papel librándoles de cualquier
responsabilidad en caso de muerte o lesión, nos dan de desayunar, vemos un
vídeo con instrucciones de seguridad y nos muestran cómo operar en la jaula que
utilizaremos para la inmersión. Desayuno un poco para evitar un posible mareo,
y me tomo otras dos pastillas de biodramina, pero tampoco como demasiado,
porque no quiero acabar echando cebo para los tiburones por la borda. El dueño
del negocio, el capitán Brian McFarlane, nos advierte de que en verano las
condiciones de visibilidad no son las mejores y de que gran parte de los tiburones
emigran a otras zonas, como Australia. Suena poco prometedor, aunque entiendo
que se está cubriendo las espaldas por si acaso…
La barca tarda unos quince minutos en llegar al lugar donde vamos a fondear. En ella viajamos algo menos de 20 personas. A nuestro paso se levanta bastante oleaje, pero yo fijo la mirada en el horizonte, me pongo en la parte de abajo, donde hay menos movimiento, y consigo no marearme. Cuando anclamos intentan atraer a los tiburones con cebo (una especie de mezcla de pescado, trozos de atún y hasta sardinas). Tras esperar una hora más o menos, se acerca el primer tiburón y preguntan quiénes quieren bajar en el primer turno en la jaula. La chica de Singapur me pregunta que si me animo y le respondo que sí, que por qué no. Me pongo el traje de neopreno, incluidos los guantes que compré en el Decathlon, me ayudan a ponerme las gafas de buceo y a ajustarme la cámara GoPro en la cabeza y me meto en la jaula. La primera sensación es de un cierto agobio, aunque para mi sorpresa el agua no está apenas fría. Cada cierto tiempo nos gritan que nos sumerjamos, porque pasa un tiburón. La experiencia es curiosa, pero yo no llego a divisar bien el tiburón. Si acaso, alguna forma pasando rápidamente al lado de la jaula. En total, estamos en el agua unos veinte minutos.
Ya en cubierta se divisan
con mucha más claridad los tiburones. Impresiona verlos tan de cerca. La chica
de Singapur se marea y la pobre se pasa casi todo el tiempo apoyada sobre la
borda, con bastante mala cara, la verdad.
Tras los tres turnos de
inmersión, preguntan si alguien quiere repetir en la jaula. Me apunto a este
nuevo turno, algo más corto (unos 8 o 9 minutos), pero que disfruto mucho más.
Por una parte, no tengo la misma sensación de agobio del principio. Y por otra,
esta vez sí que diviso, y grabo, tiburones debajo del agua. A cambio, paso algo
más de frío, probablemente porque el traje de neopreno está ya húmedo. Con las
prisas tampoco me he puesto los guantes.
Después de observar a los
tiburones otro rato desde la cubierta volvemos a Gaansbai. En las oficinas nos
dan de nuevo de comer y nos proyectan la grabación del viaje, que finalmente
compro, porque me parece un buen recuerdo de la experiencia, que la verdad es que
ha merecido mucho la pena. Es de estas pequeñas aventuras que uno no hace todos
los días.
El camino de vuelta lo
paso casi todo durmiendo. Me despierto solo en una parada técnica que hacemos cuando
queda una hora para llegar a Ciudad del Cabo. Justo al lado de nuestra furgoneta
hay una mujer dando trozos de pastel de carne a sus dos perros, grandotes y muy
guapos, que nos llaman la atención a todos.
Llegamos al hotel sobre
las cinco y media. Bajo al gimnasio un rato y me acerco a cenar al restaurante de
pescado al que no fui ayer. Elijo un menú con tempura de langostinos y un
pescado blanco, que no está nada mal. De postre un pudding bastante bueno. Y
además barato (unos 14 euros al cambio). Regreso al hotel por la carretera
principal, para evitar despistarme callejeando, como me sucedió ayer. Hay pocos
transeúntes y se me acercan un par de vagabundos, pero pasan muchos coches y
los vagabundos me dejan en paz cuando sigo caminando.
Y con esto acaba el día.
Mañana hay que estar en pie sobre las 6,30 para desayunar y empezar el
circuito.
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