29 de diciembre

Hoy emprendo la segunda parte de
mi viaje, moviéndome ya por mi cuenta, como acostumbro a hacer habitualmente.
Aunque no me gustan demasiado los viajes organizados, tipo circuito, ha sido
agradable viajar acompañado, con Elena y su familia. Anoche volvimos a
quedarnos los dos hasta las tantas charlando en el bar del hotel, mientras yo
tomaba un batido, después de la cena de despedida. Por otra parte, el circuito
ha resultado agradable en términos generales: muy bien organizado, con bastante
tiempo libre, sin apenas paradas “preceptivas” en las tiendas y con un guía
realmente bueno. Aunque también, claro, con la típica rigidez de horarios,
acentuada por el sentido sajón de la puntualidad. En general, el balance es
positivo y me alegro de haberme animado al viaje cuando Elena me lo propuso en
agosto.
Como mi vuelo sale a las 9 de la
mañana, cojo el taxi a las 6, para ir con tiempo suficiente, lo que significa
levantarse a las 5. En el taxi me acompaña una mujer canadiense, aunque
residente en Estados Unidos, que estaba en nuestro grupo de Gate 1. El guía le
dijo que yo había apalabrado un taxi a primera hora de la mañana y, como ella
iba a salir a las 6,30, me propone compartir gastos, si bien los dos estamos de
acuerdo en subir un poco el precio pactado con el taxista, con una propina,
porque ahora lleva a dos personas en vez de a una. En el taxi cuenta que es
enfermera jubilada y que está pasando un año sabático en Malawi, en los Cuerpos
de Paz de la ONU, preparando a enfermeras locales. Tiene una conversación muy
interesante y es simpática y sociable. Durante todo el trayecto no deja de
hablar con el taxista, preguntándole de dónde es, si tiene familia, cómo ha
pasado las Navidades….
Ya en el aeropuerto localizo una
consigna para dejar parte del equipaje y recogerlo cuando regrese a
Johannesburgo el último día. La consigna resulta ser bastante cara para los
estándares de Sudáfrica (casi 50 euros al cambio) y, además, solo se puede
pagar en efectivo, por lo que tengo que sacar dinero de un cajero. Ya
solventado el tema del equipaje, miro las pantallas de salida de los vuelos,
pero no puedo encontrar el mío. Viajo con Hahn Air, una operadora que opera
vuelos de otras compañías. El único vuelo anunciado para Victoria Falls sobre
esa hora sale a las 8,45 (no a las 9) con Goafrica, una aerolínea de bajo
coste. Pregunto en un mostrador de información y me dirigen a los mostradores
de este vuelo, pero allí no hay nadie. Tras esperar un rato encuentro una
oficina de venta de billetes de la compañía. La mujer que me atiende, como casi
siempre desde que llegamos a África con mucha amabilidad y con una sonrisa, me
dice que sí, que mi vuelo es ese y que el mostrador de facturación abre a las 6,30. De todas formas, tampoco lo
confirma con total seguridad, por lo que me quedo un poco mosca. De hecho,
compruebo en Internet si quedan billetes para esa mañana, por si al final
hubiese una emergencia y tuviese que agenciarme otro vuelo para no quedarme
tirado. Mientras espero a que abra el mostrador, se me acerca un señor asiático
para preguntarme si estoy en el vuelo de Goafrica (él tiene también el billete
con Hahnair) y me comenta que lo han retrasado a las 10,45. Cuando por fin
abren la facturación la azafata es bastante seca con el grupo de asiáticos (me
pregunto si el tema racial o la influencia de China en África tiene algo que
ver, la verdad) y parece confusa. Les dice simplemente: “Wait”. Y se pone a
hacer otras cosas…. Mi nerviosismo va en aumento. Pero, finalmente, tras 10 minutos
o así, parece que se aclaran con los billetes y podemos facturar. Como es un
vuelo de bajo coste pienso que me van a hacer pagar por facturar equipaje, lo
cual ya es lo de menos si cojo el avión. Sin embargo, al ver que el billete lo
ha emitido Hahn Air, me dicen que yo no tengo que pagar por facturar la
mochila. La azafata tan solo me hace enseñarle los líquidos del equipaje de
mano para asegurarse de que no exceden el tamaño permitido. Y conmigo está
amabilísima, a diferencia de su comportamiento anterior.
Al pasar el control de pasaporte,
después de desayunar algo, veo a Sergio y Brigitte, y los saludo ya en la zona
de embarque. Su vuelo salía a media mañana. De haber sabido que el mío se
retrasaba podía haberme marchado con ellos.
En el avión procuro dormir un
rato, pero cuando me despierto tengo que salir urgentemente al aseo, a pesar de
estar en asiento de ventanilla y tener que molestar a mis dos acompañantes.
Tengo un poco de diarrea, no sé si por el efecto de los antiinflamatorios que
he estado tomando para la contractura, combinados con la medicación para la
malaria; o simplemente por el descontrol típico de horarios, comidas y clima.
En el vuelo lo paso regular por este motivo. Cuando estamos a punto de llegar,
el piloto dice que tenemos que esperar unos minutos porque hay otro vuelo que
va a aterrizar antes que nosotros, pero como “recompensa” nos dice que va a
sobrevolar las cataratas. Yo no llego a verlas, pero sí diviso una magnífica
vista aérea del río Zambeze, que casi corta el aliento, aunque debo reconocer
que estoy loco por aterrizar y poder salir del avión.
Cuando aterrizamos finalmente veo
que hay delante de nosotros un avión de Air Botswana, del que desciende el
pasaje. Forman una cola delante de la terminal, guiados por un oficial de
inmigración. Me da que los trámites de inmigración y de aduana van a ser de
todo menos rápidos. “African time”. A todo esto yo estoy loco por volver a
utilizar el aseo, porque fuera de la terminal no hay, obviamente…. Formamos una
cola inmensa que no se mueve durante al menos 10 o 15 minutos. Cuando entramos
en la terminal el militar que revisa los pasaportes me pregunta si voy a viajar
a algún otro país. Le digo que cruzaré la frontera con Zambia para ver las
cataratas desde el otro lado y luego partiré para Botsuana. Me dice que
necesito un “Univisa” y me manda a la fila de visado múltiple (hay otra cola
para los que necesitan visado y una tercera para el visado de una sola
entrada). Como no estoy muy convencido --después de todo yo no voy a regresar a
Zimbaue más que una vez desde Zambia—me acerco de nuevo al militar y le vuelvo
a explicar mis planes de viaje. Pero, nada, insiste en el “Univisa”. Intento
hacer ademán de ponerme en la cola de visado sencillo, pero me manda de regreso
a la de visado múltiple. Delante de mí, un grupo de jóvenes americanos,
curiosamente fornidos y tatuados por igual, despotrica contra la lentitud de la
ventanilla de visados y también comentan que no tienen claro el tema del visado
múltiple. Después de una espera bastante larga para las pocas personas que
estamos en esta cola (hay dos oficiales, pero uno se limita a teclear en el
ordenador), me dan el visado: 50 dólares. Recojo la mochila, que está en el
suelo, junto con el resto de maletas y salgo a la zona de llegadas, donde veo a
una persona que me espera con un cartel: contraté el “transfer” al hotel por 13
dólares. Aunque el vuelo ha llegado tarde, se han hecho cargo de los cambios. Después
de saludar a mi anfitrión de bienvenida, le dejo casi con la palabra en la boca
y le pregunto por el “toilet”.
El aeropuerto de Victoria Falls
dista unos 20 kilómetros del pueblo. Por el camino, el conductor me pregunta de
dónde soy y, como pasa siempre lejos de España, al saber que soy de Madrid saca
el tema del Real Madrid y acabamos hablando de fútbol: si él supiera lo poco
futbolero que soy yo, pienso. Me pregunta por mi jugador favorito del Madrid y,
como el día anterior leí un noticia sobre que habían nombrado a Sergio Ramos
como uno de los mejores jugadores del año, le digo que Ramos. A él le gustan
más Cristiano Ronaldo y James Rodríguez, me dice. De camino a la oficina para
pagar el transfer me enseña una hoja con las actividades que ofrecen: Victoria
Falls es famoso por las actividades de aventura. Puedes hacer puenting, rafting,
montar en un quad… Además de otras actividades más “tranquilas”, como montar en
helicóptero o hacer un minicrucero por el Zambeze. Como entre unas cosas y
otras son ya casi las tres de la tarde va a ser difícil acercarme a ver las
cataratas, como tenía previsto inicialmente, porque el parque cierra a las
seis, según me dice el conductor. Le pregunto por las diferencias entre los
cruceros para ver el atardecer, que oscilan desde 45 dólares hasta casi 100.
Por lo que me cuenta, y me confirman después en la oficina, la diferencia
reside sobre todo en la comida que te ofrecen durante el trayecto, que es algo
que a mí me importa poco (lo que quiero es ver el río), y más un día como hoy.
Acabo reservando el crucero más barato y no me arrepentiré, porque cuando veo
los otros barcos surcando el río (incluyendo el Zambezi Explorer, que es el más
caro de los que me ofrecían, en una de sus tres cubiertas) corroboro que,
efectivamente, hacen el mismo recorrido y que no hay gran diferencia en cuanto
a confort, salvo que vayas buscando lujo. Quizás la principal diferencia es que
en la mayoría de los barcos viajan de forma casi exclusiva blancos, mientras
que en el mío los blancos somos una clara minoría.
Después de hacer el checkin en el
hotel, volver a dejar con la palabra en la boca al empleado del hotel que me
acompaña a la habitación y deshacer la mochila, me tomo algo de suero
hiposódico para ver si mejoro de la diarrea, y me meto el Fortasec en la
mochila de mano por si acaso. Al final, este viaje va a acabar justificando el botiquín tan
completo con el que viajo siempre que salgo a lugares lejanos y que a algunos
les parece exagerado: entre el Reflex para la contractura, el antihistamínico
para Elena, tiritas para un corte que se hizo su marido, y ahora esto no me voy
a arrepentir del peso del botiquín…
Antes del crucero doy una vuelta
rápida por las instalaciones. Se nota que es un hotel de lujo: tiene unos
jardines muy bonitos, con piscina y un pequeño lago. En un edificio anexo al
hotel hay un casino, un par de restaurantes de comida rápida y tiendas. El
wifi, eso sí, va francamente mal (por suerte en la zona comercial hay wifi
gratuito que funciona muy bien).

A las cuatro me recogen para el
crucero. Nos llevan a un hotel situado junto al río, más lujoso aún que el mío,
el Zambezi River Lodge, y allí embarcamos. Desde la orilla vemos un grupo de
bailarines africanos, que, la verdad sea dicha, se lo están currando de veras.
No paran de moverse y de sudar. Al regreso hago algunas fotos y les doy un par
de dólares. Disfruto mucho del crucero por el río. Es, quizás, menos
espectacular que el que hicimos en el circuito, aunque vemos pequeños
cocodrilos y bastantes hipopótamos, pero hay también menos gente y, sobre todo,
el ritmo es sosegado y placentero. Eso sin contar con el simbolismo de navegar
por el cuarto río más extenso de África (después del Nilo, el Níger y el
Congo).
De regreso al hotel, al preparar
la mochila de día, me percato de que no tengo la cartilla de vacunación para la
fiebre amarilla, que es obligatoria cuando se visita Zambia. No sé si he sido
tan estúpido que la he dejado en casa y la he confundido con el permiso de
conducir internacional, que también tiene forma de cartilla, aunque más grande,
o si la he perdido en el viaje (cosa rara porque iba, creía, con el pasaporte).
En todo caso, por más vueltas que doy, tanto esa noche como al día siguiente
por la mañana, la cartilla no aparece. Me da una rabia inmensa, porque me
vacuné de la fiebre amarilla precisamente con la idea de cruzar la frontera y,
además, he tenido que pagar el dichoso “Univisa”, que, luego averiguaré, es un
“avance” con respecto a la situación anterior, cuando se pagaba mucho más. Sea
como sea, no voy poder cruzar a Zambia,
porque me pueden pedir la cartilla al volver a Sudáfrica y denegarme el acceso
en la frontera. No quiero arriesgarme. Tan solo espero que no me pongan
problemas al ver el visado en el pasaporte, aunque siempre podré argüir que no
hay ningún sello de Zambia.
Para acabar el día me acerco a la
zona comercial de al lado del hotel a comer una pizza suavecita (voy mejor de
la diarrea y decido arriesgarme porque no he comido casi nada desde el
desayuno). Mañana quiero ir al desayuno en cuanto abra, a las siete, para
llegar pronto a las cataratas y evitar las multitudes.