miércoles, 31 de diciembre de 2014

De Zimbaue a Botsuana

31 de diciembre

Hoy marcho al último de los países del viaje: Botsuana. He contratado el desplazamiento con el hostal done voy a pernoctar en Kasane, cerca del Parque Nacional de Chobe: The Old House. A las 7 y media me llaman por teléfono para confirmar la hora de recogida: las 10. Desde el hotel hasta la frontera hay unos 45 minutos por una carretera de doble sentido, en bastantes buenas condiciones, y prácticamente desierta: tan solo nos cruzamos con un par de camiones y tres o cuatro coches. Tras salir de Zimbaue me recoge otro conductor en un jeep. El cruce de la frontera con Botsuana va muy rápido. Tan solo me hacen desinfectarme los zapatos para evitar la contaminación agrícola, aunque ni siquiera me preguntan si llevo frutas o verduras, que es su principal preocupación, en teoría. Tampoco me someten al control de Ébola.

Kasane dista de la frontera poco más de 10 kilómetros. Es un pueblo pequeño, situado junto al río Chobe, uno de los afluentes del Zambeze. En esta zona se sitúan las fronteras de cuatro países: Zimbaue, Zambia, Botsuana y Namibia. El pueblo es poco más que una carretera, con algunas tiendas y hoteles para los visitantes del parque nacional.

En cuanto llego al hotel contrato un crucero por el río para esta tarde (a las tres y media) y pregunto por un posible safari de día completo para Año Nuevo (en principio me ofrecen solo el safari de 3 horas por la mañana). Me dicen que hay otra persona interesada y que me lo confirman luego. Más tarde me corroboran que puedo hacerlo. Aunque al ser solo dos personas resulta un poco caro (1.500 pulas, unos 130 euros), decido enrolarme. Al fin y al cabo, para esto he venido y en Kasane hay poco más que hacer, por otra parte, que visitar Chobe.

Después de entrar en la habitación y acercarme a ver el embarcadero del hostal, situado junto al río, salgo a dar una vuelta por el pueblo (más bien la carretera) y entro a un banco a cambiar unos pocos dólares. Pido número, pero hay casi 40 personas delante de mí y solo dos ventanillas abiertas. Me puede la impaciencia occidental, de modo que desisto y saco el dinero de un cajero.


Antes del crucero como un “fish and chips” en el restaurante del hotel (como era de esperar más de una hora para prepararlo, lo cual no es de extrañar teniendo en cuenta que tardan veinte minutos en tomar nota del pedido).

El crucero por el río Chobe es el tercero que hago durante el viaje. Este es el bote más pequeño que cojo y es también el lugar donde veo más animales: sobre todo, grupos de hipopótamos, no solo dentro del agua, sino también en las orillas. Vemos, asimismo, antílopes, pájaros, cocodrilos grandes y un elefante. Chobe es una zona mundialmente famosa por la concentración de elefantes, pero al ser temporada húmeda disponen de agua en el interior y no se acercan al río a beber. Tan solo vemos, pues, un macho joven en la orilla. Los machos jóvenes son los únicos que no transitan en manadas, porque cuando son sexualmente activos se les expulsa del grupo.

El crucero resulta ser una verdadera pasada. Lo disfruto mucho, no solo por los animales, sino porque el paisaje, extremadamente fértil, es muy hermoso. Tan solo me fastidia un poco una alemana medio estúpida sentada junto a mí, que no para de reírse con una risita tonta y de hablar todo el rato con el novio. Pero en los momentos en que permanece callada (los menos, me temo) la tranquilidad de surcar el río viendo animales a lo lejos y rodeado de vegetación es incomparable. Es una manera estupenda de terminar el 2014, un año un tanto complicado aún desde el punto de vista emocional.













La cena la hago en el mismo restaurante del hotel, después de enviar unos mensajes de felicitación de fin de año y de escribir un poco en el diario. Una pizza hawaiana regada con una cerveza local que le pido al camarero que me recomiende y que resulta no estar nada mal. Luego actualizo el diario ¡Y a la cama, que mañana hay que madrugar para comenzar el 2015 con un safari por el parque de Chobe!



El humo que truena

30 de diciembre

Hoy llega el día de conocer por fin las Cataratas Victoria, una de las tres grandes cataratas del mundo, junto con las de Iguazú y el Niágara, y las únicas que me faltaba por visitar. Aunque ya figuraban en algunos mapas desde algunos años antes, fue David Livingstone, el misionero y filántropo británico que luchó en contra de la esclavitud, quien las popularizó en Occidente a partir de 1855.  Aunque esta época del año no es la mejor (el río viene menos crecido), estoy seguro de que deben de ser impresionantes. Los nativos las llamaban “Mosi-oa-Tunya”, es decir, “el humo que truena”
.
Tras constatar de nuevo que no tengo conmigo la cartilla de la fiebre amarilla decido sustituir la visita a Zambia por un vuelo en helicóptero para sobrevolar las cataratas. En principio, había descartado hacerlo por el precio: 140 dólares el vuelo más barato, de unos 12-13 minutos, y casi el doble por uno un poco más largo, más 12 dólares de tasas de entrada al parque por vía aérea en ambos casos, que supongo que se lleva el gobierno (ayer tuve que pagar un tasa similar por los derechos de uso del río). Decido contratar el vuelo corto y me acerco caminando hasta las oficinas de Shearwater, uno de los principales operadores turísticos de la zona, aunque antes miro a ver si encuentro la oficina con la que hice el “transfer” ayer (los precios son los mismos en todas partes). Al final reservo el vuelo en helicóptero con recogida en el hotel a las 14,30, lo más tarde que me pueden dar.

Salgo ya para la entrada del parque nacional, que se encuentra como a unos 10 minutos caminando por la carretera. A mitad de camino me meto por un pequeño atajo, después de preguntar a dos chavales negros que caminan en la misma dirección. Por el sendero aparece un jabalí.


 En el parque pago la entrada de extranjeros --30 dólares-- y empiezo el recorrido para ver las cataratas. A ratos llueve bastante, pero a cambio no hay todavía demasiada gente en el parque y eso se agradece. Tanto las cataratas como el paisaje en general merecen mucho la pena, aunque las vistas quedan a veces ocultas por las nubes y por ese “humo que truena” que crea el agua al desplomarse por la catarata.


La última parte del recorrido es la que tiene las mejores vistas, incluyendo las de la Isla de Livingstone, en la que es posible bañarse en esta época del año justo al borde de las cataratas. Al final del todo, sobre un inmenso cañón excavado por el río, se contempla el puente que separa Zambia de Zimbaue, donde varios turistas hacen puenting.   












Cuando acabo el recorrido lo hago una segunda vez para grabarlo en la GoPro, y para ver de nuevo las cataratas, ahora que el tiempo está un poco más despejado, aunque volverá a llover de nuevo, alternándose nubes bajas y claros todo el tiempo. A mitad de camino me encuentro con Sergio y Brigitte, a los que saludo unos instantes. Cuando acabo el recorrido, en vez de tomar el desvío hacia la salida, desando el camino hasta el principio, para ver las cataratas por tercera vez.

Después de salir del parque me encamino a la frontera, con idea de ver el puente, y de preguntar si es posible cruzar a Zambia sin que me pongan los sellos en el pasaporte, al tener ya visado. La mujer que me atiende en la mesita que separa los dos países me pregunta por mis planes y de dónde vengo, pero me dice que, aunque solo sea para ver el parque desde el lado de Zambia, no pueden dejarme pasar sin ponerme los sellos. Decido no arriesgarme y ni siquiera le insisto en la posibilidad de cruzar para caminar sobre el puente.

El resto de la mañana la empleo en acercarme a un mercadillo artesanal situado a unos cientos de metros del pueblo. En la primera parte del camino hay algunas tiendas y al final del camino una serie de puestecillos en los que no hay nadie más que los vendedores (ningún turista). Me acerco a echar un vistazo, aunque eso supone que me saluden los vendedores de cada uno de los puestos, insistiéndome para que compre algo. Todos hacen lo mismo: te saludan, te preguntan de dónde vienes, hacen alguna gracia relacionada con España (generalmente sobre fútbol, pero también en un caso decirme que su nombre es Juanito Valderrama) y te piden que les compres algo, o que al menos les regales tu camiseta o tus zapatillas. Al final, acabo comprando un par de máscaras en un puesto: regateo hasta la cuarta parte de lo que me pedían y el vendedor antes de cerrar el trato se marcha para consultarlo con su hermano, que efectivamente viene a hablar con él. Supongo que es señal de que el trato es ajustado. No sin dificultades para zafarme de la legión de vendedores, salgo del mercadillo, pero al final acabo acercándome de nuevo con otro vendedor a ver otras máscaras, “de leopardo”, que son bonitas. Aquí el regateo es aún más duro: me insiste en que el precio que he pagado por las otras máscaras no es válido, porque el material y los acabados de estas máscaras son mejores (la verdad es que así lo parece). Acabo llevándome dos máscaras por un poco más de la mitad de lo que me pedía por una, negociando además dos imanes “de regalo”. Cuando todo parece ya Ok y me pide que elija las dos máscaras, le da el yuyu al ver que una de las que elijo es una máscara algo más grande que las otras. Otra vez regateo para aquí y para allá. Aunque estoy a punto de dejarlo estar, al final acepto pagar 10 dólares más, añadiendo otro imán de regalo.  Por la actitud del vendedor, que en algún momento parece desistir de la venta y me pide que me fije en otras cosas, creo que el trato no es malo. Obviamente, tampoco lo es para él. En un regateo nunca se vende perdiendo dinero. De salida del poblado, acompañado por el vendedor para coger dinero con que pagarle en el hotel, me asaltan otros vendedores. Al final, me acaba dando cierta lástima de un chaval que vende unos cuencos y que insiste en que no tiene nada que comer y me dice que aunque sea le pague con la camiseta. Todos dirán lo mismo, lógicamente, pero acabo comprándole los tres cuencos por 8 dólares (pedía 10), aunque pesan más de lo que me gustaría.

En vez de ir hasta el hotel, decido ir mejor a un cajero y sacar algo de dinero, mientras me espera el vendedor. Luego cruzamos a una estación de servicio para cambiar. Y hasta allí nos sigue otro vendedor que había intentado colocarme algo. Me ofrece una bolsa de plástico para guardar las cosas y luego me pide un dólar. Le devuelvo la bolsa, pero insiste e insiste. Más tarde le veré también otro par de veces por el pueblo pidiéndome dinero. Entiendo que está desesperado, pero yo no puedo arreglar la vida de todo el mundo. Soy, me da la impresión, de los pocos turistas que se acercan hasta el mercadillo y la verdad es que entre visados, entradas y demás el turismo deja mucho dinero en esta zona. Otra cosa es dónde se queda…. La gente aquí es verdaderamente amable, pero su presidente, Mugabe, no se distingue precisamente por su buen hacer: es un emblema de la corrupción del continente, con una fortuna inmensa, es famoso por la violencia que desató contra los habitantes blancos de Zimbaue, ha emprendido una persecución brutal contra los opositores políticos y contra los homosexuales. Vamos, una verdadera joyita, de las que, por desgracia, siguen abundando en un continente con tanta riqueza y tanto potencial humano.

A las dos y media me recogen en el hotel para ir hasta el pequeño aeródromo de donde sale el helicóptero. Intento comer un sándwich rápidamente en el bar de la piscina del hotel, porque tengo poco más de media hora. Pregunto si pueden prepararme un sándwich de jamón y queso en 10 minutos. Me ponen cara de que eso es imposible, pero finalmente me dicen que lo intentan en unos 15 minutos, de modo que puedo engullir algo de comida antes del vuelo. Lo malo es el jaleo que montan en el bar los otros turistas, en su mayoría americanos jóvenes que vienen aquí de juerga. También por la noche y de madrugada se oyen portazos, risas y gritos cerca de las habitaciones. El típico espectáculo que damos a veces los occidentales fuera de casa.

En el aeródromo, después de esperar un rato, nos pesan y nos dan una charla de un par de minutos. Nos dicen que uno de nosotros se sentará en la parte delantera, pero que no puede ser nadie que pese más de 90 kilos, y que los otros cinco irán detrás. A mí me gustaría ir delante, de copiloto, claro, para tener mejores vistas y poder grabar mejor el vuelo con la GoPro. Cuando nos avisan formamos una fila india para subir al helicóptero. La señora que va delante de mí (bastante gruesa por otra parte) sube detrás y el empleado nos hace una seña a su marido y a mí para que alguien suba delante. Estoy al loro y me subo delante, justo medio segundo antes de que el marido haga el ademán, ya fallido, de montarse ahí también….





El vuelo resulta una pasada y me alegro mucho de hacerlo, aunque sea corto. Se sobrevuela el río zambeze, con unas vistas espectaculares, incluyendo el cañón y, por supuesto, las cataratas. Es comparable a la experiencia que tuve en Alaska al volar en avioneta por encima de glaciares y montañas. Y además esta vez tengo una grabación bastante aceptable de recuerdo. Al aterrizar nos muestran un vídeo para que lo compremos, pero es caro (30 dólares) y nadie se anima.










De camino a los hoteles, todos los que vamos en la furgoneta decidimos bajarnos en la pequeña zona de tiendas del pueblo. Curioseo un poco y, luego, me acerco a conocer el hotel Victoria, el más famoso y lujoso de esta zona. El hotel es, desde luego, un emblema de la época colonial: salones lujosos, alguno con el nombre de alguien tan infame para el continente africano como Henry Stanley, jardines espectaculares, el “high tea” de las cinco, una estatua de César….









Las vistas al puente que separa Zambia de Zimbaue desde los jardines son muy bonitas y un sendero lleva desde los jardines hasta un mirador volcado sobre el cañón del Zambeze, donde algunos practican rappel y puenting. Antes de volver a mi hotel me planteo ir a ver un baobab gigante que está a las afueras, pero cuando pregunto a un policía por el camino me dice que ya es tarde (queda poco para el anochecer) y que puede haber animales salvajes, al ser zona de selva (“bush”), de modo que desisto. Vuelvo simplemente a mi hotel, donde ceno una hamburguesa en la zona comercial adyacente antes de irme a la habitación.







Victoria Falls at last!

29 de diciembre

Hoy emprendo la segunda parte de mi viaje, moviéndome ya por mi cuenta, como acostumbro a hacer habitualmente. Aunque no me gustan demasiado los viajes organizados, tipo circuito, ha sido agradable viajar acompañado, con Elena y su familia. Anoche volvimos a quedarnos los dos hasta las tantas charlando en el bar del hotel, mientras yo tomaba un batido, después de la cena de despedida. Por otra parte, el circuito ha resultado agradable en términos generales: muy bien organizado, con bastante tiempo libre, sin apenas paradas “preceptivas” en las tiendas y con un guía realmente bueno. Aunque también, claro, con la típica rigidez de horarios, acentuada por el sentido sajón de la puntualidad. En general, el balance es positivo y me alegro de haberme animado al viaje cuando Elena me lo propuso en agosto.

Como mi vuelo sale a las 9 de la mañana, cojo el taxi a las 6, para ir con tiempo suficiente, lo que significa levantarse a las 5. En el taxi me acompaña una mujer canadiense, aunque residente en Estados Unidos, que estaba en nuestro grupo de Gate 1. El guía le dijo que yo había apalabrado un taxi a primera hora de la mañana y, como ella iba a salir a las 6,30, me propone compartir gastos, si bien los dos estamos de acuerdo en subir un poco el precio pactado con el taxista, con una propina, porque ahora lleva a dos personas en vez de a una. En el taxi cuenta que es enfermera jubilada y que está pasando un año sabático en Malawi, en los Cuerpos de Paz de la ONU, preparando a enfermeras locales. Tiene una conversación muy interesante y es simpática y sociable. Durante todo el trayecto no deja de hablar con el taxista, preguntándole de dónde es, si tiene familia, cómo ha pasado las Navidades….

Ya en el aeropuerto localizo una consigna para dejar parte del equipaje y recogerlo cuando regrese a Johannesburgo el último día. La consigna resulta ser bastante cara para los estándares de Sudáfrica (casi 50 euros al cambio) y, además, solo se puede pagar en efectivo, por lo que tengo que sacar dinero de un cajero. Ya solventado el tema del equipaje, miro las pantallas de salida de los vuelos, pero no puedo encontrar el mío. Viajo con Hahn Air, una operadora que opera vuelos de otras compañías. El único vuelo anunciado para Victoria Falls sobre esa hora sale a las 8,45 (no a las 9) con Goafrica, una aerolínea de bajo coste. Pregunto en un mostrador de información y me dirigen a los mostradores de este vuelo, pero allí no hay nadie. Tras esperar un rato encuentro una oficina de venta de billetes de la compañía. La mujer que me atiende, como casi siempre desde que llegamos a África con mucha amabilidad y con una sonrisa, me dice que sí, que mi vuelo es ese y que el mostrador de facturación abre  a las 6,30. De todas formas, tampoco lo confirma con total seguridad, por lo que me quedo un poco mosca. De hecho, compruebo en Internet si quedan billetes para esa mañana, por si al final hubiese una emergencia y tuviese que agenciarme otro vuelo para no quedarme tirado. Mientras espero a que abra el mostrador, se me acerca un señor asiático para preguntarme si estoy en el vuelo de Goafrica (él tiene también el billete con Hahnair) y me comenta que lo han retrasado a las 10,45. Cuando por fin abren la facturación la azafata es bastante seca con el grupo de asiáticos (me pregunto si el tema racial o la influencia de China en África tiene algo que ver, la verdad) y parece confusa. Les dice simplemente: “Wait”. Y se pone a hacer otras cosas…. Mi nerviosismo va en aumento. Pero, finalmente, tras 10 minutos o así, parece que se aclaran con los billetes y podemos facturar. Como es un vuelo de bajo coste pienso que me van a hacer pagar por facturar equipaje, lo cual ya es lo de menos si cojo el avión. Sin embargo, al ver que el billete lo ha emitido Hahn Air, me dicen que yo no tengo que pagar por facturar la mochila. La azafata tan solo me hace enseñarle los líquidos del equipaje de mano para asegurarse de que no exceden el tamaño permitido. Y conmigo está amabilísima, a diferencia de su comportamiento anterior.

Al pasar el control de pasaporte, después de desayunar algo, veo a Sergio y Brigitte, y los saludo ya en la zona de embarque. Su vuelo salía a media mañana. De haber sabido que el mío se retrasaba podía haberme marchado con ellos.

En el avión procuro dormir un rato, pero cuando me despierto tengo que salir urgentemente al aseo, a pesar de estar en asiento de ventanilla y tener que molestar a mis dos acompañantes. Tengo un poco de diarrea, no sé si por el efecto de los antiinflamatorios que he estado tomando para la contractura, combinados con la medicación para la malaria; o simplemente por el descontrol típico de horarios, comidas y clima. En el vuelo lo paso regular por este motivo. Cuando estamos a punto de llegar, el piloto dice que tenemos que esperar unos minutos porque hay otro vuelo que va a aterrizar antes que nosotros, pero como “recompensa” nos dice que va a sobrevolar las cataratas. Yo no llego a verlas, pero sí diviso una magnífica vista aérea del río Zambeze, que casi corta el aliento, aunque debo reconocer que estoy loco por aterrizar y poder salir del avión.

Cuando aterrizamos finalmente veo que hay delante de nosotros un avión de Air Botswana, del que desciende el pasaje. Forman una cola delante de la terminal, guiados por un oficial de inmigración. Me da que los trámites de inmigración y de aduana van a ser de todo menos rápidos. “African time”. A todo esto yo estoy loco por volver a utilizar el aseo, porque fuera de la terminal no hay, obviamente…. Formamos una cola inmensa que no se mueve durante al menos 10 o 15 minutos. Cuando entramos en la terminal el militar que revisa los pasaportes me pregunta si voy a viajar a algún otro país. Le digo que cruzaré la frontera con Zambia para ver las cataratas desde el otro lado y luego partiré para Botsuana. Me dice que necesito un “Univisa” y me manda a la fila de visado múltiple (hay otra cola para los que necesitan visado y una tercera para el visado de una sola entrada). Como no estoy muy convencido --después de todo yo no voy a regresar a Zimbaue más que una vez desde Zambia—me acerco de nuevo al militar y le vuelvo a explicar mis planes de viaje. Pero, nada, insiste en el “Univisa”. Intento hacer ademán de ponerme en la cola de visado sencillo, pero me manda de regreso a la de visado múltiple. Delante de mí, un grupo de jóvenes americanos, curiosamente fornidos y tatuados por igual, despotrica contra la lentitud de la ventanilla de visados y también comentan que no tienen claro el tema del visado múltiple. Después de una espera bastante larga para las pocas personas que estamos en esta cola (hay dos oficiales, pero uno se limita a teclear en el ordenador), me dan el visado: 50 dólares. Recojo la mochila, que está en el suelo, junto con el resto de maletas y salgo a la zona de llegadas, donde veo a una persona que me espera con un cartel: contraté el “transfer” al hotel por 13 dólares. Aunque el vuelo ha llegado tarde, se han hecho cargo de los cambios. Después de saludar a mi anfitrión de bienvenida, le dejo casi con la palabra en la boca y le pregunto por el “toilet”.
El aeropuerto de Victoria Falls dista unos 20 kilómetros del pueblo. Por el camino, el conductor me pregunta de dónde soy y, como pasa siempre lejos de España, al saber que soy de Madrid saca el tema del Real Madrid y acabamos hablando de fútbol: si él supiera lo poco futbolero que soy yo, pienso. Me pregunta por mi jugador favorito del Madrid y, como el día anterior leí un noticia sobre que habían nombrado a Sergio Ramos como uno de los mejores jugadores del año, le digo que Ramos. A él le gustan más Cristiano Ronaldo y James Rodríguez, me dice. De camino a la oficina para pagar el transfer me enseña una hoja con las actividades que ofrecen: Victoria Falls es famoso por las actividades de aventura. Puedes hacer puenting, rafting, montar en un quad… Además de otras actividades más “tranquilas”, como montar en helicóptero o hacer un minicrucero por el Zambeze. Como entre unas cosas y otras son ya casi las tres de la tarde va a ser difícil acercarme a ver las cataratas, como tenía previsto inicialmente, porque el parque cierra a las seis, según me dice el conductor. Le pregunto por las diferencias entre los cruceros para ver el atardecer, que oscilan desde 45 dólares hasta casi 100. Por lo que me cuenta, y me confirman después en la oficina, la diferencia reside sobre todo en la comida que te ofrecen durante el trayecto, que es algo que a mí me importa poco (lo que quiero es ver el río), y más un día como hoy. Acabo reservando el crucero más barato y no me arrepentiré, porque cuando veo los otros barcos surcando el río (incluyendo el Zambezi Explorer, que es el más caro de los que me ofrecían, en una de sus tres cubiertas) corroboro que, efectivamente, hacen el mismo recorrido y que no hay gran diferencia en cuanto a confort, salvo que vayas buscando lujo. Quizás la principal diferencia es que en la mayoría de los barcos viajan de forma casi exclusiva blancos, mientras que en el mío los blancos somos una clara minoría.

Después de hacer el checkin en el hotel, volver a dejar con la palabra en la boca al empleado del hotel que me acompaña a la habitación y deshacer la mochila, me tomo algo de suero hiposódico para ver si mejoro de la diarrea, y me meto el Fortasec en la mochila de mano por si acaso. Al final, este viaje va  a acabar justificando el botiquín tan completo con el que viajo siempre que salgo a lugares lejanos y que a algunos les parece exagerado: entre el Reflex para la contractura, el antihistamínico para Elena, tiritas para un corte que se hizo su marido, y ahora esto no me voy a arrepentir del peso del botiquín…
Antes del crucero doy una vuelta rápida por las instalaciones. Se nota que es un hotel de lujo: tiene unos jardines muy bonitos, con piscina y un pequeño lago. En un edificio anexo al hotel hay un casino, un par de restaurantes de comida rápida y tiendas. El wifi, eso sí, va francamente mal (por suerte en la zona comercial hay wifi gratuito que funciona muy bien).  




A las cuatro me recogen para el crucero. Nos llevan a un hotel situado junto al río, más lujoso aún que el mío, el Zambezi River Lodge, y allí embarcamos. Desde la orilla vemos un grupo de bailarines africanos, que, la verdad sea dicha, se lo están currando de veras. No paran de moverse y de sudar. Al regreso hago algunas fotos y les doy un par de dólares. Disfruto mucho del crucero por el río. Es, quizás, menos espectacular que el que hicimos en el circuito, aunque vemos pequeños cocodrilos y bastantes hipopótamos, pero hay también menos gente y, sobre todo, el ritmo es sosegado y placentero. Eso sin contar con el simbolismo de navegar por el cuarto río más extenso de África (después del Nilo, el Níger y el Congo).
De regreso al hotel, al preparar la mochila de día, me percato de que no tengo la cartilla de vacunación para la fiebre amarilla, que es obligatoria cuando se visita Zambia. No sé si he sido tan estúpido que la he dejado en casa y la he confundido con el permiso de conducir internacional, que también tiene forma de cartilla, aunque más grande, o si la he perdido en el viaje (cosa rara porque iba, creía, con el pasaporte). En todo caso, por más vueltas que doy, tanto esa noche como al día siguiente por la mañana, la cartilla no aparece. Me da una rabia inmensa, porque me vacuné de la fiebre amarilla precisamente con la idea de cruzar la frontera y, además, he tenido que pagar el dichoso “Univisa”, que, luego averiguaré, es un “avance” con respecto a la situación anterior, cuando se pagaba mucho más. Sea como sea, no voy  poder cruzar a Zambia, porque me pueden pedir la cartilla al volver a Sudáfrica y denegarme el acceso en la frontera. No quiero arriesgarme. Tan solo espero que no me pongan problemas al ver el visado en el pasaporte, aunque siempre podré argüir que no hay ningún sello de Zambia.

Para acabar el día me acerco a la zona comercial de al lado del hotel a comer una pizza suavecita (voy mejor de la diarrea y decido arriesgarme porque no he comido casi nada desde el desayuno). Mañana quiero ir al desayuno en cuanto abra, a las siete, para llegar pronto a las cataratas y evitar las multitudes.