4 de enero - Pongo el despertador a las cinco
y media, aunque me despierto unos minutos antes. Ya empieza a despuntar el
alba, si bien aún es noche cerrada. Salgo fuera de la habitación para contemplar
el amanecer, pero debido a la orientación de la tienda solo se divisa el cielo
a lo lejos, desde la terraza donde está la ducha. Sí se escucha a los
hipopótamos moviéndose en el agua y los gruñidos de los jabalíes.
Tras ducharme,
afeitarme y tomar el café que me traen a las seis y cinco, a las seis y cuarto
estoy ya en el comedor. No hay nadie aún, ni siquiera los empleados, pero ya
hay dispuestos cereales, frutos secos, yogures y agua. De modo que desayuno
tranquilamente, antes de que lleguen los huéspedes alemanes, con los que me
encuentro a las seis y media, mientras vuelvo a mi tienda a lavarme los
dientes. Quiero ver si es posible salir pronto en el mokoro, aunque imagino que
será difícil acelerar el tema. Cuando regreso a la casa principal los alemanes
y los guías están desayunando. Me pongo a observar el “bush” con unos
prismáticos y acabo divisando una manada de elefantes a lo lejos: cuatro
adultos y una cría. Es la primera vez que veo una manada de elefantes con tanta
claridad y permanezco un rato largo mirando con los prismáticos mientras los
elefantes se mueven lentamente.
Como imaginaba, no salimos en el
mokoro hasta que todo el mundo acaba y los alemanes van unos momentos a su
tienda: son ya las siete y cuarto cuando nos montamos en los mokoros. Por
suerte, hace bastante menos calor que ayer.
Los alemanes desembarcan en el
mismo sitio que yo ayer, y Mike y yo seguimos navegando en el mokoro. Lo cierto
es que surcar el Delta en el mokoro es verdaderamente apacible. En cierto
sentido, es comparable a la experiencia que tuve cuando recorrí la selva del
Petén en barca, aunque allí el paisaje es mucho más exuberante.
Mike me dice, sin embargo, que no
podemos ir muy lejos, porque pasado un punto en el río hay hipopótamos y puede resultar
peligroso: por eso prefieren la motora y solo hacen paseos breves en el mokoro.
Eso lo entiendo, claro. Podrían habérmelo explicado anoche directamente. Le
digo que cuando tenga que dar la vuelta lo haga y lo hace casi ipso facto.
Paramos un minuto en la orilla y bajamos para que me explique un árbol. Luego
acabamos volviendo con el mokoro al mismo punto donde han bajado los alemanes,
el otro guía y el chaval que nos acompañaba ayer a nosotros. Volvemos a caminar
un rato, igual que ayer. Con todo, el paseo resulta más agradable, al hacer
menos calor, aunque vemos pocos animales: una especie de búfalos, impalas y
zebras. Charlo por el camino con Mike, que por suerte parece relajarse, y
abandona casi por completo esa costumbre de responder “You’re welcome. Thank
you” a cada una de mis aseveraciones. Le explico que en España Botsuana es
conocida, sobre todo, porque el anterior rey de España vino aquí a cazar un
elefante. Le pegunto cuánto se paga por ello y me dice que cree que unos
150.000 dólares solo por el animal. Un médico, en cambio, según comenta ante
mis preguntas, gana unos 20.000 dólares al año. Me pregunta si estoy casado o
tengo hijos. Le pregunto cuánto tiempo lleva trabajando en el campamento.
Únicamente un par de meses. Antes trabajó en otro campamento y con un operador
turístico, haciendo “game drives” en los dos casos, por lo que ésta es su
primera experiencia en un “wet camp”, como se llama a este tipo de campamentos
en el Delta. También estuvo unos años sin trabajo. Aunque pone por las nubes a
su gobierno, que da educación gratuita hasta la universidad, me explica que
trabajando en el Delta intenta sacar dinero para su familia (tiene cinco hijos)
y que a veces es duro, porque no ha visto a la familia desde que llegó aquí: no
volverá a verlos hasta febrero y tan solo mantiene contacto con ellos por
carta. Por eso, me dice, prefiere que haya siempre huéspedes en el campamento,
para estar ocupado y no pensar demasiado.
Tras el breve paseo montamos de
nuevo en el mokoro y regresamos al campamento. En total, la excursión ha durado
unas dos horas y cuarto, algo menos que si hubiésemos hecho el mismo recorrido
que han elegido para los alemanes, y para mí mismo ayer. Pero me alegro de
haber podido al menos montar unos 45 minutos en mokoro, en vez de tan solo 10
minutos escasos. La realidad es que aquí hay poco que hacer y en un par de días
se liquidan todas las actividades. En su momento barajé quedarme dos noches en
un campamento y una en otro pero lo descarté, aparte de por el incremento de
precio, porque me pareció precipitado. Visto lo visto, no habría sido mala
decisión.
Tras descansar un rato en la
tienda, tiempo que aprovecho para escribir en el Diario, voy a almorzar. Me
acompañan los alemanes, su guía y una empleada, la que se reía ayer de nosotros
en la cena, y que es quizás la que da una sensación de ser más hosca. Intento
mantener algo de conversación con unos y con otros, pero sin mucho éxito. Los
africanos responden cortésmente a las preguntas, pero sin extenderse: averiguo
que el guía lleva en el campamento desde octubre, aunque es la segunda vez que
trabaja aquí; la mujer llegó hace 13 días; los huéspedes se quedan normalmente
dos noches, a veces tres y como mucho cuatro… Y poco más. Los alemanes son aún
más escuetos: casi responden con monosílabos. Los africanos hablan entre ellos
en Setswana y los alemanes, en alemán. Ninguno de los dos grupos cruza palabra
entre sí. ¡Y yo pensaba que el asocial era yo! Al final, por comparación,
acabaré resultando sociable y dicharachero. Casi echo de menos a los ingleses,
que por lo menos hablaban continuamente. Me reafirmo en la idea que lo de comer
todos juntos es absurdo. Yo disfrutaría mucho más de las comidas almorzando
solo y observando el paisaje, o incluso leyendo en el Ipad.
Hasta la hora del té (15,30)
escribo un rato en el diario, leo y me echo una siesta. Luego, un nuevo crucero
por el río. El guía que nos acompaña a los alemanes y a mí no es tampoco el no
va más en el circo, pero es bastante mejor que Mike. Sin embargo, como ya es la
tercera vez que hacemos el mismo recorrido, resulta a ratos un tanto monótono.
La única diferencia es que en vez de tomar las bebidas en el bote atracamos en
la isla y lo hacemos sobre un montículo cerca de la orilla. Por lo menos, esta
vez me he quitado las lentillas y me he llevado las gafas de sol, lo que se
agradece infinitamente cuando a la vuelta navegamos en dirección al sol.
De regreso al campamento, me doy
una ducha, aprovechando que ahora el agua está calentita, y veo anochecer desde
el porche. La noche amenaza tormenta, con truenos y relámpagos a lo lejos, pero
al final no llega a descargar.
Antes de la cena subimos a la
última planta de la casa principal a tomar una bebida. Mike me dice que la
avioneta nos recogerá los alemanes y a mí a las 10,40 y que si quiero puedo
quedarme en la cama hasta más tarde que otros días, salvo que quiera salir a
alguna actividad. Le comento que me gustaría volver a hacer un paseo breve en
mokoro, pero responde, según le entiendo, que no es posible porque los alemanes
los van a utilizar. Claramente, no me entero bien porque los alemanes precisan
que ellos se van a quedar en el campamento y, en todo caso, hay al menos tres
mokoros. Vuelvo a preguntarle a Mike y me dice que mejor cojamos el bote. Le
doy las gracias, pero le preciso que no me interesa el bote, que ya he hecho el
crucero en bote tres veces y que para eso prefiero quedarme en el campamento.
Al rato el encargado me pregunta si quiero hacer alguna actividad mañana.
Quizás se me escapa algo, porque no hablan con claridad ---de hecho, a menudo
nos tratan casi como si fuéramos niños-- pero me toca un poco la moral pagar
375 dólares por noche y que haya tantos problemas para elegir la actividad que
quiero hacer, de modo que insisto en mi propuesta y el encargado dice que no hay
ningún problema. ¿?
La cena resulta surrealista, a ratos con
algunos episodios dignos del Teatro del Absurdo, pero por primera vez es
también muy divertida. En contra de mi impresión inicial, el alemán resulta ser
un tipo con bastante sentido del humor, aunque habla poco inglés y explica que
no le gusta que haya demasiada gente alrededor suyo hablando. Prefiere la
privacidad. Sobre todo, no tienen desperdicio las caras que pone ante algún comentario de nuestros acompañantes. Cenan con nosotros Mike y el encargado. Entiendo que nunca dejan solos a los huéspedes como forma de mostrar su hospitalidad. Probablemente es parte de su cultura tradicional. El encargado me pregunta
como tres o cuatro veces si lo estoy pasando bien. Creo que me lo ha preguntado
ya como en diez o doce ocasiones, al menos. Otras veces nos hace a los alemanes
o a mí comentarios o preguntas extrañas, como que tenemos que hablar Setswana
en la cena, y se pone manos a la obra; o le dice a la mujer alemana que ahora
es una camarera cuando se levanta a buscar un cenicero. Todo muy extraño. Mike
permanece callado casi todo el tiempo, aunque le oigo hablar en Setwsana un par
de veces con el camarero y con el encargado, y distingo la palabra “mokoro”….
Al final de la cena, en plena conversación, casi de manera abrupta, porque
estamos hablando animadamente, Mike nos dice que nos acompaña a nuestras
tiendas. Esta noche ni siquiera nos preguntan si queremos subir arriba a tomar
algo. Los alemanes y yo nos miramos entre nosotros y hacemos ademán de
levantarnos, pero Mike tampoco se mueve. El encargado inicia de nuevo la
conversación y como otras dos veces más Mike saca a colación el tema de irnos a
la tienda, pero sin acabar de arrancar… Es difícil de describir con palabras,
pero a ratos la situación es francamente pintoresca. Al final, en un nuevo
intento, acabamos marchando a las tiendas a dormir. En mi tienda se oye un
animal correteando por el techo, un mono muy probablemente.
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