Después de desayunar, Peter y
Belinda se marchan a hacer un recorrido en mokoro, la canoa tradicional, que el
barquero impulsa con una pértiga, a modo de góndola africana (son aguas muy
poco profundas).
Yo monto en otro mokoro para un recorrido breve, de unos diez
minutos, hasta Chief’s Island, donde vamos a hacer una marcha a pie. El
recorrido por el mokoro es de lo mejor desde que llegué al campamento:
relajante y tranquilo. Por desgracia, son solo diez minutos y salimos demasiado
tarde, con tanta tontería de desayuno: habría que haber partido incluso antes
de las seis y no a las siete y cuarto. En el mokoro vamos Mike y yo. Y en otra
canoa, un chaval joven. Mike me pregunta si he montado alguna vez en mokoro.
Cuando le digo que no apostilla que no lo parece porque me he sentado bien en
seguida: con las piernas abiertas, una a cada lado, para balancear la barca, y
la mochila entre las piernas. Es que uno está ya muy viajado, a pesar de ser
torpe. Y, además, para eso no hace falta ir a Salamanca. Sobre todo estando
Alcalá J
El paseo por la isla, de unas dos
horas de duración, es aceptable, pero tampoco nada excepcional. Hace mucho
calor, el paisaje no es nada del otro mundo, y tampoco se ven tantos animales:
antílopes, un elefante semiescondido y algunas jirafas. Mike explica la función
de algunos árboles y me enseña algunas huellas de leones y elefantes. Antes de
empezar el paseo me explica que él irá delante y que si vemos algún animal no
corra hasta que lo haga él. También me dice que, llegado el caso puedo trepar a
un árbol, pero que no me preocupe porque Dios estará con nosotros, por lo que
no tendremos problemas. Got mit uns! Pues que Dios nos coja confesados…
De regreso al campamento, un rato
a la tienda y otra vez a comer. Al almuerzo se unen dos alemanes que han
llegado hoy.
Tras unas tres horas de descanso,
que yo aprovecho para leer un rato, dormir una siesta y escribir algo en el
diario, toca otra vez el té. Y luego salimos para un nuevo crucero del
atardecer. Lo íbamos a hacer en dirección contraria a la de ayer, pero nos
dicen que vamos a repetir el sentido de la marcha porque hace mucho calor. De
nuevo, el viaje de ida se disfruta mucho, con esa tranquilidad que proporciona
deslizarse por el río. Pero al regresar otra vez tenemos el sol de frente. Los
dos alemanes van en una barca y los ingleses y yo en otra. Compruebo que mi
impresión de que Peter y Belinda son unos snobs no dista mucho de la realidad:
por ejemplo, por los comentarios peyorativos que Belinda hace cuando vemos un
grupo de americanos que están alojados en otro campamento, próximo al nuestro,
y que pertenece a la misma compañía, pero que es algo menos lujoso. Otros
comentarios semejantes refuerzan esa idea de que quieren exclusividad
(“privacy”, como lo llaman ellos), algo que, con menos fervor, también dejan
caer los alemanes en la cena. En fin, cuando menos es una experiencia conocer
cómo piensa este tipo de gente, para estar todavía más orgulloso de lo que
creo.
El rato antes de la cena lo
aprovecho para darme un ducha rápida (ahora el agua está más caliente, al ser
una ducha solar) y para ver anochecer desde el porche. El sol se tiñe de
colores rojizos mientras observo a un hipopótamo que sale del agua justo
enfrente de mi tienda y se aleja lentamente.
En la cena, conversaciones
insustanciales (Peter tiene un coche deportivo, Belinda tiene una cocina
alemana, comentaros sobre el whisky…), todo ello precedido del mismo ritual de
presentación de la cena, esta vez a cargo de una camarera. Y a mi lado,
sentados a la mesa, dos trabajadores del campamento hablando en Setswana. Todo
un poco surrealista, la verdad. Pero reconozco que resulta una estampa
divertida, en cierto sentido.
El guía que cena con nosotros me
pregunta qué tal con Mike (le respondo que bien, cortésmente) y entonces añade
que mañana haremos otro paseo a pie. Le corrijo y le preciso que mañana quiero
mokoro. Me dice que no hay problema, aunque parece que le rompo los esquemas.
Se levanta y habla con Mike por el “walkie talkie”. Luego comenta algo con la
otra empleada que cena con nosotros mientras me señala con el dedo, lo cual no
deja de ser de mal gusto. La empleada se ríe también cuando Peter y yo nos
acercamos al buffet a servirnos el plato principal, parece ser, sugiere Peter,
por coger pescado habiendo carne (en realidad yo me sirvo un poco de todo,
incluyendo pollo y kudu, una especie de antílope).
En cuanto acabamos de cenar, y se
levantan todos para ir arriba a tomar otra bebida, a instancias del guía que ha
cenado con nosotros, me excuso y me marcho. Me despido de Peter y Belinda, que
parten mañana, y les digo a los alemanes que nos vemos mañana en el desayuno.
El guía que ha cenado con
nosotros me escolta a la tienda. Por el camino se oye un ruido parecido al de
los grillos o las chicharras. Me quedo unos instantes en el porche de la
tienda, mirando a lo lejos, hacia la oscuridad, y escuchando los sonidos de la
noche. Luego, mientras escribo en el diario, oigo una especie de ladridos.
Salgo de nuevo al porche para escucharlos mejor. Es una mezcla de ladridos y de
gruñidos, supongo que de jabalí. Mientras sigo escribiendo se oyen más ruidos
de animales (hipopótamos o jabalíes, imagino) cerca de la tienda. Resulta
fascinante, aunque también intimida un poco, a decir la verdad. Antes de
marcharme a la cama salgo de nuevo unos instantes al porche, a disfrutar de la
noche en el “bush”.
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