Al acabar de desayunar veo a
Renuka y le comento que me voy a acercar a conocer el baoab que está situado
cerca de la comisaría de policía y que las autoridades coloniales británicas
emplearon como prisión (anoche me dijo que también quería verlo). Finalmente
nos acercamos a verlo los dos, dando un paseo por la carretera. Cuando nos
despistamos le preguntamos a un hombre que pasa por la calle y que nos indica
que en realidad el árbol está dentro del patio de la comisaría de policía.
A las 11 Sox me acerca al
aeropuerto de Kasane, a menos de 10 minutos del hotel. Es un aeropuerto muy
chiquitito. En uno de los mostradores un empleado me dice que va a comprobar mi
nombre y que me siente y espere. Ni siquiera hace el “check in” ni me pesa la
mochila. Pero el tiempo pasa y pasa, y nadie me avisa. Veo que se forma una
cola larga en el mostrador y son ya casi las 12, la hora a la que supuestamente
sale mi avioneta, de modo que me acerco a preguntar de nuevo, no vaya a ser que
se hayan olvidado de mí… Nada, de nuevo la misma respuesta: que espere.
Finalmente, se acerca el empleado, me pide la mochila (que no llega siquiera a
pesar, menos aún el equipaje de mano, después de mi cuidado por no exceder en
ningún caso los 20 kilos permitidos) y me dice que pase por el control de
seguridad. Como hay cola y son ya más de las 12 me acompaña para saltarme la
cola.
En la avioneta viajamos una
pareja alemana y yo. Ellos van a “Pom Pom”, otro de los campamentos del Delta,
de la misma compañía que el que he elegido yo (“Gunn’s Camp”), pero
supuestamente algo mejor, y también más caro. En un momento dado contemplé
pasar dos noches en Pom Pom y dos en Gunn’s Camp, en vez de tres en este
último, pero lo descarté, porque al incremento de precio, y a la noche extra,
había que sumar otro vuelo, y los vuelos son impresionantemente caros.
En la avioneta acabo sentándome
detrás, junto al ala, que no es un muy buen sitio para hacer fotos, aunque debo
reconocer que tampoco el vuelo resulta tan espectacular como esperaba. En la
primera parte se sobrevuelan zonas arboladas y luego, casi al final, cuando
quedan unos 20 minutos de la hora y media larga que dura el vuelo, se llega a
la zona del Delta, repleta de canales y pequeños lagos. Es bonito, pero tampoco
impresionante: se nota con toda claridad que esta no es la mejor época del año
para visitar el Delta. De hecho, el que sea temporada baja, y elegir un
campamento que no sea de los más caros, es lo único que me ha permitido venir
aquí, aunque sea pagando una pasta: en temporada alta, simplemente no está a mi
alcance. Se pagan tranquilamente 1.000 o 1.500 dólares por noche, más los
traslados. Por lo demás, el vuelo discurre sin incidencias, aunque la avioneta
pega pequeños saltos de vez en cuando, como nos avisó el piloto al despegar. No
llego a marearme, pero sí se me revuele un pelín el estómago.
Aterrizamos en una pista en medio
del Delta y a pie de escalerilla me esperan el encargado del lodge y Mike, el
guía. Al avión sube otra pareja alemana que se marcha del campamento. Les
pregunto qué tal la experiencia y la mujer responde que bien, aunque la cara
que pone no parece muy prometedora.
Mike, averiguo pronto, tiene un
acento francamente difícil de entender. Como en Zimbaue, y en menor medida en
Sudáfrica, la gente negra habla entre sí en idiomas locales: en este caso, en
Setswana, el idioma nacional de Botswana junto con el inglés. En un momento
dado, Mike me pregunta si hablo inglés, como le pido que repita varias veces
algunas cosas: le digo que sí, pero que no es mi lengua materna. Más tarde,
compruebo que también a otros viajeros del Reino Unido les cuesta seguirle de
vez en cuando y que al resto de los empleados se les entiende sin mayores
dificultades.
Desde el principio se nota que
este es de esos sitios donde intentan ser obsequiosos, algo frecuente en los
lugares donde se paga tanto dinero, y que a muchos viajeros, sobre todo
anglosajones, les gusta, pero que a mí no me atrae. Yo vengo hasta el Delta
buscando el contacto con la naturaleza, no el lujo ni que me pasen la mano por
el lomo. Mike, en concreto, da las gracias a cada frase y, además lo hace de
una manera bastante rara, diciendo “De nada” primero y luego “Gracias”. Por
ejemplo, cuando al día siguiente hagamos una excursión a pie, cada vez que
propone reemprender el camino, pregunta si seguimos y cuando yo respondo, por
ejemplo, “sure”, dice: “You’re welcome. Thank you”. Es bastante raro, la
verdad, aunque uno acaba acostumbrándose. Por otra parte, la gente de Botsuana
tampoco me parece tan amable, si soy sincero. Desde luego, no lo es si se la
compara con Zimbaue: bien es cierto que allí solo pasé dos días en una zona muy
turística. Hay una cierta actitud hosca, combinada con ese deseo de agradar,
incluso aquí en el campamento.
Yendo hacia el lodge hay un
comité de bienvenida: unas empleadas que cantan una canción y me dan una
toallita húmeda para refrescarme. Luego, me dicen que tienen algo de comida
preparada. Antes, vamos a la tienda que tengo asignada. De camino, vemos un
elefante, que está pegado al campamento, comiendo. De hecho, tenemos que
desviarnos del camino principal para evitar cruzarnos con él.
La tienda es, por
supuesto, una pasada desde el punto de vista de la comodidad. Todo decorado con
mucho gusto, con un porche con vistas al “bush”, una especie de antesala, un
lavabo, una habitación pequeña para el inodoro y un patio exterior con ducha y
bañera. Francamente bonito, pienso.
En el restaurante me hacen firmar un papel
eximiéndoles de responsabilidad si me pasa algo y me explican los horarios: a
las 6 de la mañana me traen café a la habitación (me preguntan cómo lo quiero),
a las 6,30 desayunamos, luego hay una actividad (mokoro o mokoro y paseo), a
las 11 comemos, a las tres y media hay un té, y a las ocho cenamos. El encargado,
de cuyo nombre la verdad es que no llego a enterarme, me dice que después de la
cena Mike me acompañará a mi tienda, porque puede ser peligroso, a causa de los
animales: sobre todo elefantes, pero también hipopótamos.
Entiendo que el encargado va a almorzar
conmigo, pero como me sirven la comida a mí solo empiezo a comer. Después de
todo son las dos y media de la tarde, que para ellos es ya una hora muy tardía.
Luego resulta que le acaban sirviendo a él, con lo cual supongo que quedo como
un maleducado, pero me parece casi peor pedir disculpas, de modo que
simplemente le deseo buen apetito (“Enjoy”!). La conversación discurre, cómo
no, alrededor del fútbol, hasta llegar a un punto en el que simplemente tengo
que confesar mi ignorancia: no sé en qué equipo juega Kaká. Tan solo sé que
jugó en el Real Madrid en su día. Al final, antes de hacer un viaje de este
tipo, voy a tener que hacer un curso acelerado de fútbol...
Tras la comida voy un rato a la
tienda, pero a las tres y media tengo que estar de vuelta para el té: tomo un
par de trozos de bizcocho casero, francamente bueno. Aquí, eso sí, lo de comer
y, sobre todo beber, es una obsesión. Como todas las bebidas están incluidas
cada vez que te ven por el comedor te preguntan si quieres beber algo (alcohol,
se supone) y se sorprenden cuando dices que no… Tampoco es de extrañar, en
realidad, porque muchos extranjeros entienden aquí la diversión en ese sentido.
Pasaba también lo mismo en algunos de los cruceros que he hecho por el río en
Sudáfrica o Zimbaue. Para mí, debo confesar, representa un misterio por qué la
gente se molesta en venir hasta tan lejos para deleitarse con bebidas como uno
de los elementos esenciales de la experiencia.
En el té conozco a las otras dos
personas que están ahora mismo en el campamento: un matrimonio inglés que de
inmediato me caen me caen bastante mal. Me dan la impresión, quizás falsa, de
ser la típica pareja ricachona y prepotente. Desde el balcón del restaurante
observamos un rato al elefante, que come hojas de un árbol a pocos metros de la
tienda-restaurante.
La primera actividad, que hacemos
todos juntos, es un crucero por el Delta. La navegación es realmente hermosa,
sobre todo teniendo en cuenta que estamos solos en el río. Vemos pocos animales,
pero mucho más próximos que en ningún otro momento del viaje: cocodrilos
pequeños, impalas e hipopótamos, y sobre todo muchos pájaros. Pero se percibe
claramente que esta no es la época buena para avistar animales. En cualquier
caso, la navegación por sí misma ya merece la pena. Lo malo, y es algo que
estropea mucho el disfrute del crucero, así el efecto sedante y casi hipnótico
que tiene, es que el sol está realmente alto y hace un calor infernal. Aunque
se supone que es un “sunset cruise”, da más la impresión de que estamos en Andalucía
en pleno agosto a la una de la tarde. Me pregunto por qué no retrasan un poco
la salida. Luego, compruebo que, cuando empieza anochecer, el ocaso llega muy
rápido. Pero, aun así, habría un margen de casi una hora para disfrutar del
crucero a una hora más agradable. El recorrido dura unas tres horas en total.
De regreso avanzamos hacia el sol y la luz es simplemente insoportable. El sol
se refleja en el agua y resulta cegador. Tengo que taparme la cara con la gorra
constantemente.
Mike da algunas explicaciones
sobre los animales, pero da la impresión de tener poca idea. A menudo intenta
justificar sus explicaciones con lo que dice un libro que lleva consigo. El
chaval más joven que conduce la barca parece tener más conocimientos de la
fauna, además de expresarse mejor.
Cuando llegamos al embarcadero
nos previenen que hay un elefante merodeando y nos preguntan si queremos que
nos acompañen a la tienda. La pareja alemana dice que no y se marcha. Yo voy
tras de ellos, pero me detengo unos instantes para sacar alguna foto. Cuando
intento llegar a mi tienda veo al elefante en mitad del camino: probablemente
se trata del mismo macho solitario que hemos visto desde mi llegada.
Prudentemente, me retiro hacia atrás y le observo a una cierta distancia. Al
cabo, veo a Mike avanzar a mis espaldas por la pasarela de madera que comunica
la casa principal (donde está el restaurante) y las tiendas de los huéspedes.
Me dice que avancemos y que nos desviemos por otro camino, pero nos volvemos a
topar con el elefante. No sé si por agradar, o porque cree que me molesta no
poder llegar a la tienda a causa del elefante, hace algo que simplemente me
deja pasmado: empieza a gritar al elefante diciéndole que se marche. Yo no
entiendo nada de elefantes, como es obvio, pero este comportamiento me parece
insólito: gritar a un animal salvaje situado a unos pocos metros de ti no creo
que sea lo más sabio. Le digo que lo deje estar y no se preocupe, que el
elefante ya se irá cuando tenga que irse, que después de todo somos nosotros los
que estamos en su territorio. Con su consabido “you’re welcome” lo deja estar
un rato y acabamos refugiándonos en el porche de su tienda, situada cerca de la
mía, con el elefante aún a unos pocos metros. Poco después se impacienta (ya es
casi de noche) y hace la cosa más estúpida y poco profesional que he visto en
mucho tiempo: coge una piedra pequeña y avanza un par de metros hacia el
elefante, haciendo ademán de tirársela, con ánimo de ahuyentarlo. Aunque no
llega a tirarle la piedra, pasa lo que tenía que pasar, claro. El elefante nos
mira y avanza hacia nosotros con intenciones que no parecen muy amigables, como
si fuese a cargar. Entonces el guía empieza a correr hacia el porche e intenta
abrir a toda prisa la puerta de su tienda. En fin, simplemente impresentable. Lo
comparo con la profesionalidad del guía que me acompañaba en el campamento de
osos de Alaska (Herb), donde estuvimos aún más cerca de los animales y hubo
algún momento de verdadero riesgo, y no encuentro color.
Por suerte, los animales salvajes
tienen mucho más juicio que muchas personas. Al dejarle en paz, el elefante
sigue con su tarea (comer hierba y hojas), ya junto al porche. Intento sacar
alguna foto y grabar vídeo, pero como ya es de noche las imágenes no se
distinguen con claridad, a pesar de que elefante está pegado a nosotros.
Tras aguardar un rato, cuando el
elefante se aleja unos metros, le digo a Mike que voy a caminar hacia mi tienda lentamente y me
acompaña hasta ella, aunque lo cierto es que casi preferiría ir solo. Cuando
marcho a la tienda-restaurante para cenar el encargado me regaña por llegar
hasta allí solo. Me dice que es peligroso, que podría haber sucedido cualquier
cosa y que debería haber esperado a Mike. ¿Cómo explicarle que a menudo en la
vida es preferible estar solo que mal acompalado?
La cena la hacemos, como todas
las comidas en el campamento, todos los huéspedes juntos, además de algunos
empleados, que según veo después se van alternando (en total hay 16 personas
trabajando, de momento para nosotros tres). La cosa de comer todos juntos
podría estar bien, pero a mí me acaba resultando cargante y, además,
combinándolo con tanto horario, resta mucha libertad. Es de las cosas que yo
mejoraría en un sitio como este, donde lo importante es la naturaleza y no la convención
social.
Esta primera noche cenamos la
pareja inglesa, el encargado, Mike y yo. Siguiendo el ritual establecido, los
camareros nos explican antes de nada lo que hay que comer, con una actitud
encantadora, a pesar de su intento de ser ceremoniosos: alguno se equivoca en
inglés --dice “buenos días” en vez de buenas noches, por ejemplo-- y se ríe. El
huésped inglés se sirve whisky con gran alegría, aunque advirtiendo de que solo
tienen “Jack Daniels” y no otra bebida mejor.
Los inicios de la conversación
con la pareja inglesa no resultan muy prometedores y confirman mi impresión
inicial. Al enterarse de que soy profesor de universidad, la conversación se
encamina hacia el hecho de que las universidades ya no sean tan exigentes como
antes, como sucedía en su época, y por ello acabe estudiando gente que no
debería haber llegado a la universidad. Yo salgo como una tromba a responder
que, con todo respeto, esa actitud me parece que sirve para perpetuar las
diferencias de clase, de modo que los ricos siempre pueden estudiar, sean
buenos o no desde el punto de vista académico, mientras que el resto tiene que
ser verdaderamente brillante para llegar a la universidad. Belinda, la mujer,
cuyo nombre me recuerda a la estirada protagonista del poema de Pope (“The Rape
of the Lock”), me dice que eso no es así y su marido, Peter, apostilla que
quizás en Estados Unidos sí sucede esto, pero que en el Reino Unido no, porque
la admisión depende solo del mérito académico y no de la renta, por lo cual
cualquiera que lo merezca puede estudiar en Oxford o Cambridge. Tengo mis
dudas, pero lo dejamos estar.
Mi animadversión se suaviza un
poco a medida que avanza la cena, y proseguimos la conversación, aunque no
congeniamos demasiado, la verdad. Me preguntan si he viajado a más sitios y me
da la impresión de que se quedan sorprendidos al descubrir que sí, que he visto
ya mucho mundo. Ellos viajan con mucha frecuencia, por supuesto, sobre todo
desde que Belinda superara un cáncer, añaden luego. Quieren saber dónde está mi
familia y, cuando les explico que mis padres murieron hace unos años, mi madre
hace ya más de veinte, no pueden reprimir un comentario de “How sad”. Añaden
que resulta una vida muy triste. ¿Perdón? Una cosa es el juicio íntimo que yo
mismo pueda hacer sobre esa soledad con la que a veces convivo y otras veces me
peleo, que en ocasiones acepto y a veces me atenaza; y otra cosa, totalmente
diferente, es que unos perfectos desconocidos se permitan este tipo de juicios
de valor. En todo caso, no entro a trapo: manifiesto que todo depende de cómo
se quiera ver, que la vida tiene siempre cosas buenas y malas, y que lo
importante es tener la actitud de aprovechar las buenas. Por lo menos les
parece buena filosofía, me dicen.
Más tarde, Belinda explica que
tanto ella como su marido son judíos y que ella desciende nada menos que del
consejero financiero de la reina Isabel: Abraham Seneor. Toma ya. Como si fuese
casi de la realeza…. Se sorprende, por cierto, de que sepa quién es Seneor, a
pesar de que es un personaje histórico sobradamente conocido. La típica
prepotencia de los que tienen dinero, que creen que la plebe es inculta por el
mero hecho de ser plebe.
En un momento determinado de la
conversación el encargado explica que trabajó en Estados Unidos para Disneyworld (en Orlado, Florida) y no
sé cómo acaba interesándose por los ritos funerarios judíos y hablando también de
los ritos en Botswana.
Tras la cena subimos unos
instantes al porche de arriba, donde el inglés se sirve otro whisky. En
seguida, yo me excuso, alegando que mañana tenemos que madrugar, y los propios
ingleses dicen que ellos también van a su habitación. Mike nos acompaña, sin
mayores contratiempos, y así acaba el primer día en Gunn’s Camp. En la
habitación me embadurno de antimosquitos, porque además de alguna araña hay infinidad
de ellos. Es lo normal en pleno “bush”. Lo que me extraña es que, entre tanto
lujo, no hayan encontrado lugar para una mosquitera alrededor de las camas.
Pensé en traerme la mía al viaje, que me regaló Eloísa el año pasado, cuando
fui a Guatemala, pero no lo hice pensando que en un sitio como este no haría
falta, porque estarían preparados. Parece ser que no, después de todo.
Así acaba mi primer día en Gunn’s
Camp, un sitio muy atractivo en muchos aspectos, pero que, me da la impresión,
también está muy desaprovechado desde el punto de vista del contacto con la
naturaleza, en parte quizás por ser temporada baja. En cualquier caso, llegar
hasta aquí es toda una experiencia, al alcance de muy poca gente, por lo que me
siento privilegiado.
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