lunes, 5 de enero de 2015

Gunn's Camp

2 de enero - Hoy me tomo la mañana básicamente de relax. A las 10 me llevan al aeropuerto para tomar la avioneta que me trasladará hasta el Delta del Okavngo, la zona más remota que visitaré en este viaje, y también una de las más exclusivas de Botswana. Luego me entero de que, en realidad, salimos para el aeropuerto a las 11 (el vuelo es a las 12) y me arrepiento de no haber hecho un “game drive” por la mañana (de 6 a 9), aunque bien es cierto que tampoco me apetecía mucho pegarme otro madrugón.

Al acabar de desayunar veo a Renuka y le comento que me voy a acercar a conocer el baoab que está situado cerca de la comisaría de policía y que las autoridades coloniales británicas emplearon como prisión (anoche me dijo que también quería verlo). Finalmente nos acercamos a verlo los dos, dando un paseo por la carretera. Cuando nos despistamos le preguntamos a un hombre que pasa por la calle y que nos indica que en realidad el árbol está dentro del patio de la comisaría de policía.




A las 11 Sox me acerca al aeropuerto de Kasane, a menos de 10 minutos del hotel. Es un aeropuerto muy chiquitito. En uno de los mostradores un empleado me dice que va a comprobar mi nombre y que me siente y espere. Ni siquiera hace el “check in” ni me pesa la mochila. Pero el tiempo pasa y pasa, y nadie me avisa. Veo que se forma una cola larga en el mostrador y son ya casi las 12, la hora a la que supuestamente sale mi avioneta, de modo que me acerco a preguntar de nuevo, no vaya a ser que se hayan olvidado de mí… Nada, de nuevo la misma respuesta: que espere. Finalmente, se acerca el empleado, me pide la mochila (que no llega siquiera a pesar, menos aún el equipaje de mano, después de mi cuidado por no exceder en ningún caso los 20 kilos permitidos) y me dice que pase por el control de seguridad. Como hay cola y son ya más de las 12 me acompaña para saltarme la cola. 

En la avioneta viajamos una pareja alemana y yo. Ellos van a “Pom Pom”, otro de los campamentos del Delta, de la misma compañía que el que he elegido yo (“Gunn’s Camp”), pero supuestamente algo mejor, y también más caro. En un momento dado contemplé pasar dos noches en Pom Pom y dos en Gunn’s Camp, en vez de tres en este último, pero lo descarté, porque al incremento de precio, y a la noche extra, había que sumar otro vuelo, y los vuelos son impresionantemente caros.



En la avioneta acabo sentándome detrás, junto al ala, que no es un muy buen sitio para hacer fotos, aunque debo reconocer que tampoco el vuelo resulta tan espectacular como esperaba. En la primera parte se sobrevuelan zonas arboladas y luego, casi al final, cuando quedan unos 20 minutos de la hora y media larga que dura el vuelo, se llega a la zona del Delta, repleta de canales y pequeños lagos. Es bonito, pero tampoco impresionante: se nota con toda claridad que esta no es la mejor época del año para visitar el Delta. De hecho, el que sea temporada baja, y elegir un campamento que no sea de los más caros, es lo único que me ha permitido venir aquí, aunque sea pagando una pasta: en temporada alta, simplemente no está a mi alcance. Se pagan tranquilamente 1.000 o 1.500 dólares por noche, más los traslados. Por lo demás, el vuelo discurre sin incidencias, aunque la avioneta pega pequeños saltos de vez en cuando, como nos avisó el piloto al despegar. No llego a marearme, pero sí se me revuele un pelín el estómago.









Aterrizamos en una pista en medio del Delta y a pie de escalerilla me esperan el encargado del lodge y Mike, el guía. Al avión sube otra pareja alemana que se marcha del campamento. Les pregunto qué tal la experiencia y la mujer responde que bien, aunque la cara que pone no parece muy prometedora.
Mike, averiguo pronto, tiene un acento francamente difícil de entender. Como en Zimbaue, y en menor medida en Sudáfrica, la gente negra habla entre sí en idiomas locales: en este caso, en Setswana, el idioma nacional de Botswana junto con el inglés. En un momento dado, Mike me pregunta si hablo inglés, como le pido que repita varias veces algunas cosas: le digo que sí, pero que no es mi lengua materna. Más tarde, compruebo que también a otros viajeros del Reino Unido les cuesta seguirle de vez en cuando y que al resto de los empleados se les entiende sin mayores dificultades.

Desde el principio se nota que este es de esos sitios donde intentan ser obsequiosos, algo frecuente en los lugares donde se paga tanto dinero, y que a muchos viajeros, sobre todo anglosajones, les gusta, pero que a mí no me atrae. Yo vengo hasta el Delta buscando el contacto con la naturaleza, no el lujo ni que me pasen la mano por el lomo. Mike, en concreto, da las gracias a cada frase y, además lo hace de una manera bastante rara, diciendo “De nada” primero y luego “Gracias”. Por ejemplo, cuando al día siguiente hagamos una excursión a pie, cada vez que propone reemprender el camino, pregunta si seguimos y cuando yo respondo, por ejemplo, “sure”, dice: “You’re welcome. Thank you”. Es bastante raro, la verdad, aunque uno acaba acostumbrándose. Por otra parte, la gente de Botsuana tampoco me parece tan amable, si soy sincero. Desde luego, no lo es si se la compara con Zimbaue: bien es cierto que allí solo pasé dos días en una zona muy turística. Hay una cierta actitud hosca, combinada con ese deseo de agradar, incluso aquí en el campamento.

Yendo hacia el lodge hay un comité de bienvenida: unas empleadas que cantan una canción y me dan una toallita húmeda para refrescarme. Luego, me dicen que tienen algo de comida preparada. Antes, vamos a la tienda que tengo asignada. De camino, vemos un elefante, que está pegado al campamento, comiendo. De hecho, tenemos que desviarnos del camino principal para evitar cruzarnos con él. 


La tienda es, por supuesto, una pasada desde el punto de vista de la comodidad. Todo decorado con mucho gusto, con un porche con vistas al “bush”, una especie de antesala, un lavabo, una habitación pequeña para el inodoro y un patio exterior con ducha y bañera. Francamente bonito, pienso.













En el restaurante me hacen firmar un papel eximiéndoles de responsabilidad si me pasa algo y me explican los horarios: a las 6 de la mañana me traen café a la habitación (me preguntan cómo lo quiero), a las 6,30 desayunamos, luego hay una actividad (mokoro o mokoro y paseo), a las 11 comemos, a las tres y media hay un té, y a las ocho cenamos. El encargado, de cuyo nombre la verdad es que no llego a enterarme, me dice que después de la cena Mike me acompañará a mi tienda, porque puede ser peligroso, a causa de los animales: sobre todo elefantes, pero también hipopótamos.






Entiendo que el encargado va a almorzar conmigo, pero como me sirven la comida a mí solo empiezo a comer. Después de todo son las dos y media de la tarde, que para ellos es ya una hora muy tardía. Luego resulta que le acaban sirviendo a él, con lo cual supongo que quedo como un maleducado, pero me parece casi peor pedir disculpas, de modo que simplemente le deseo buen apetito (“Enjoy”!). La conversación discurre, cómo no, alrededor del fútbol, hasta llegar a un punto en el que simplemente tengo que confesar mi ignorancia: no sé en qué equipo juega Kaká. Tan solo sé que jugó en el Real Madrid en su día. Al final, antes de hacer un viaje de este tipo, voy a tener que hacer un curso acelerado de fútbol...

Tras la comida voy un rato a la tienda, pero a las tres y media tengo que estar de vuelta para el té: tomo un par de trozos de bizcocho casero, francamente bueno. Aquí, eso sí, lo de comer y, sobre todo beber, es una obsesión. Como todas las bebidas están incluidas cada vez que te ven por el comedor te preguntan si quieres beber algo (alcohol, se supone) y se sorprenden cuando dices que no… Tampoco es de extrañar, en realidad, porque muchos extranjeros entienden aquí la diversión en ese sentido. Pasaba también lo mismo en algunos de los cruceros que he hecho por el río en Sudáfrica o Zimbaue. Para mí, debo confesar, representa un misterio por qué la gente se molesta en venir hasta tan lejos para deleitarse con bebidas como uno de los elementos esenciales de la experiencia. 

En el té conozco a las otras dos personas que están ahora mismo en el campamento: un matrimonio inglés que de inmediato me caen me caen bastante mal. Me dan la impresión, quizás falsa, de ser la típica pareja ricachona y prepotente. Desde el balcón del restaurante observamos un rato al elefante, que come hojas de un árbol a pocos metros de la tienda-restaurante.









La primera actividad, que hacemos todos juntos, es un crucero por el Delta. La navegación es realmente hermosa, sobre todo teniendo en cuenta que estamos solos en el río. Vemos pocos animales, pero mucho más próximos que en ningún otro momento del viaje: cocodrilos pequeños, impalas e hipopótamos, y sobre todo muchos pájaros. Pero se percibe claramente que esta no es la época buena para avistar animales. En cualquier caso, la navegación por sí misma ya merece la pena. Lo malo, y es algo que estropea mucho el disfrute del crucero, así el efecto sedante y casi hipnótico que tiene, es que el sol está realmente alto y hace un calor infernal. Aunque se supone que es un “sunset cruise”, da más la impresión de que estamos en Andalucía en pleno agosto a la una de la tarde. Me pregunto por qué no retrasan un poco la salida. Luego, compruebo que, cuando empieza anochecer, el ocaso llega muy rápido. Pero, aun así, habría un margen de casi una hora para disfrutar del crucero a una hora más agradable. El recorrido dura unas tres horas en total. De regreso avanzamos hacia el sol y la luz es simplemente insoportable. El sol se refleja en el agua y resulta cegador. Tengo que taparme la cara con la gorra constantemente.

















Mike da algunas explicaciones sobre los animales, pero da la impresión de tener poca idea. A menudo intenta justificar sus explicaciones con lo que dice un libro que lleva consigo. El chaval más joven que conduce la barca parece tener más conocimientos de la fauna, además de expresarse mejor.

Cuando llegamos al embarcadero nos previenen que hay un elefante merodeando y nos preguntan si queremos que nos acompañen a la tienda. La pareja alemana dice que no y se marcha. Yo voy tras de ellos, pero me detengo unos instantes para sacar alguna foto. Cuando intento llegar a mi tienda veo al elefante en mitad del camino: probablemente se trata del mismo macho solitario que hemos visto desde mi llegada. Prudentemente, me retiro hacia atrás y le observo a una cierta distancia. Al cabo, veo a Mike avanzar a mis espaldas por la pasarela de madera que comunica la casa principal (donde está el restaurante) y las tiendas de los huéspedes. Me dice que avancemos y que nos desviemos por otro camino, pero nos volvemos a topar con el elefante. No sé si por agradar, o porque cree que me molesta no poder llegar a la tienda a causa del elefante, hace algo que simplemente me deja pasmado: empieza a gritar al elefante diciéndole que se marche. Yo no entiendo nada de elefantes, como es obvio, pero este comportamiento me parece insólito: gritar a un animal salvaje situado a unos pocos metros de ti no creo que sea lo más sabio. Le digo que lo deje estar y no se preocupe, que el elefante ya se irá cuando tenga que irse, que después de todo somos nosotros los que estamos en su territorio. Con su consabido “you’re welcome” lo deja estar un rato y acabamos refugiándonos en el porche de su tienda, situada cerca de la mía, con el elefante aún a unos pocos metros. Poco después se impacienta (ya es casi de noche) y hace la cosa más estúpida y poco profesional que he visto en mucho tiempo: coge una piedra pequeña y avanza un par de metros hacia el elefante, haciendo ademán de tirársela, con ánimo de ahuyentarlo. Aunque no llega a tirarle la piedra, pasa lo que tenía que pasar, claro. El elefante nos mira y avanza hacia nosotros con intenciones que no parecen muy amigables, como si fuese a cargar. Entonces el guía empieza a correr hacia el porche e intenta abrir a toda prisa la puerta de su tienda. En fin, simplemente impresentable. Lo comparo con la profesionalidad del guía que me acompañaba en el campamento de osos de Alaska (Herb), donde estuvimos aún más cerca de los animales y hubo algún momento de verdadero riesgo, y no encuentro color.




Por suerte, los animales salvajes tienen mucho más juicio que muchas personas. Al dejarle en paz, el elefante sigue con su tarea (comer hierba y hojas), ya junto al porche. Intento sacar alguna foto y grabar vídeo, pero como ya es de noche las imágenes no se distinguen con claridad, a pesar de que elefante está pegado a nosotros.

Tras aguardar un rato, cuando el elefante se aleja unos metros, le digo a Mike que voy  a caminar hacia mi tienda lentamente y me acompaña hasta ella, aunque lo cierto es que casi preferiría ir solo. Cuando marcho a la tienda-restaurante para cenar el encargado me regaña por llegar hasta allí solo. Me dice que es peligroso, que podría haber sucedido cualquier cosa y que debería haber esperado a Mike. ¿Cómo explicarle que a menudo en la vida es preferible estar solo que mal acompalado?
La cena la hacemos, como todas las comidas en el campamento, todos los huéspedes juntos, además de algunos empleados, que según veo después se van alternando (en total hay 16 personas trabajando, de momento para nosotros tres). La cosa de comer todos juntos podría estar bien, pero a mí me acaba resultando cargante y, además, combinándolo con tanto horario, resta mucha libertad. Es de las cosas que yo mejoraría en un sitio como este, donde lo importante es la naturaleza y no la convención social.  

Esta primera noche cenamos la pareja inglesa, el encargado, Mike y yo. Siguiendo el ritual establecido, los camareros nos explican antes de nada lo que hay que comer, con una actitud encantadora, a pesar de su intento de ser ceremoniosos: alguno se equivoca en inglés --dice “buenos días” en vez de buenas noches, por ejemplo-- y se ríe. El huésped inglés se sirve whisky con gran alegría, aunque advirtiendo de que solo tienen “Jack Daniels” y no otra bebida mejor.

Los inicios de la conversación con la pareja inglesa no resultan muy prometedores y confirman mi impresión inicial. Al enterarse de que soy profesor de universidad, la conversación se encamina hacia el hecho de que las universidades ya no sean tan exigentes como antes, como sucedía en su época, y por ello acabe estudiando gente que no debería haber llegado a la universidad. Yo salgo como una tromba a responder que, con todo respeto, esa actitud me parece que sirve para perpetuar las diferencias de clase, de modo que los ricos siempre pueden estudiar, sean buenos o no desde el punto de vista académico, mientras que el resto tiene que ser verdaderamente brillante para llegar a la universidad. Belinda, la mujer, cuyo nombre me recuerda a la estirada protagonista del poema de Pope (“The Rape of the Lock”), me dice que eso no es así y su marido, Peter, apostilla que quizás en Estados Unidos sí sucede esto, pero que en el Reino Unido no, porque la admisión depende solo del mérito académico y no de la renta, por lo cual cualquiera que lo merezca puede estudiar en Oxford o Cambridge. Tengo mis dudas, pero lo dejamos estar.

Mi animadversión se suaviza un poco a medida que avanza la cena, y proseguimos la conversación, aunque no congeniamos demasiado, la verdad. Me preguntan si he viajado a más sitios y me da la impresión de que se quedan sorprendidos al descubrir que sí, que he visto ya mucho mundo. Ellos viajan con mucha frecuencia, por supuesto, sobre todo desde que Belinda superara un cáncer, añaden luego. Quieren saber dónde está mi familia y, cuando les explico que mis padres murieron hace unos años, mi madre hace ya más de veinte, no pueden reprimir un comentario de “How sad”. Añaden que resulta una vida muy triste. ¿Perdón? Una cosa es el juicio íntimo que yo mismo pueda hacer sobre esa soledad con la que a veces convivo y otras veces me peleo, que en ocasiones acepto y a veces me atenaza; y otra cosa, totalmente diferente, es que unos perfectos desconocidos se permitan este tipo de juicios de valor. En todo caso, no entro a trapo: manifiesto que todo depende de cómo se quiera ver, que la vida tiene siempre cosas buenas y malas, y que lo importante es tener la actitud de aprovechar las buenas. Por lo menos les parece buena filosofía, me dicen.

Más tarde, Belinda explica que tanto ella como su marido son judíos y que ella desciende nada menos que del consejero financiero de la reina Isabel: Abraham Seneor. Toma ya. Como si fuese casi de la realeza…. Se sorprende, por cierto, de que sepa quién es Seneor, a pesar de que es un personaje histórico sobradamente conocido. La típica prepotencia de los que tienen dinero, que creen que la plebe es inculta por el mero hecho de ser plebe.

En un momento determinado de la conversación el encargado explica que trabajó en Estados Unidos para Disneyworld (en Orlado, Florida) y no sé cómo acaba interesándose por los ritos funerarios judíos y hablando también de los ritos en Botswana.

Tras la cena subimos unos instantes al porche de arriba, donde el inglés se sirve otro whisky. En seguida, yo me excuso, alegando que mañana tenemos que madrugar, y los propios ingleses dicen que ellos también van a su habitación. Mike nos acompaña, sin mayores contratiempos, y así acaba el primer día en Gunn’s Camp. En la habitación me embadurno de antimosquitos, porque además de alguna araña hay infinidad de ellos. Es lo normal en pleno “bush”. Lo que me extraña es que, entre tanto lujo, no hayan encontrado lugar para una mosquitera alrededor de las camas. Pensé en traerme la mía al viaje, que me regaló Eloísa el año pasado, cuando fui a Guatemala, pero no lo hice pensando que en un sitio como este no haría falta, porque estarían preparados. Parece ser que no, después de todo.

Así acaba mi primer día en Gunn’s Camp, un sitio muy atractivo en muchos aspectos, pero que, me da la impresión, también está muy desaprovechado desde el punto de vista del contacto con la naturaleza, en parte quizás por ser temporada baja. En cualquier caso, llegar hasta aquí es toda una experiencia, al alcance de muy poca gente, por lo que me siento privilegiado. 

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