martes, 6 de enero de 2015

Regreso a Madrid

6 de enero - Hoy me levanto un poco más tarde que estos días pasados en el Delta (a las siete en vez de a las cinco y media). Bajo al gimnasio, aunque tan solo media hora, para no ir justo de tiempo. Luego, desayuno y acabar de preparar las cosas para dejar libre la habitación a las 11 y salir para el aeropuerto: el primer vuelo a Doha sale a las 15,30. En total, serán unas 17 horas de viaje, 15 de ellas en el avión. 


Como llego temprano al aeropuerto, aprovecho para ver las tiendas. El vuelo de Johannesburgo a Doha sale con un poco de retraso, pero tampoco nada importante. Como veo que está libre uno de los asientos centrales de la fila de salida de emergencia, después de despegar le pregunto a una azafata si me puedo sentar allí. Aunque parece poco estúpida le pregunta a una compañera y me dice que sí, Mis compañeros de asiento no me reciben precisamente muy bien. Me echan unas miradas asesinas, sobre todo el hombre que está sentado de la izquierda, muy grueso, que había "colonizado" el asiento libre. Al principio me pregunto si no habrá sido mala idea sentarme aquí, porque el hombre se expande todo lo que puede hacia mi asiento, pero al final la cosa vuelve a su ser y me alegro de estirar las piernas. 

En Doha tengo como una hora y media de espera escasa, al llegar tarde el primer vuelo. Por suerte, todo está muy bien organizado y ni siquiera hay que pasar controles de seguridad, como sucedió también a la ida. El segundo vuelo dura otras siete horas y media. Intento dormir un poco, pero es complicado, porque pocas horas después de servir un sandwich para la cena ya están trajinando con el desayuno, dos horas antes de aterrizar..



En el aeropuerto me espera Mª Rosa, que me acerca a casa. Y así acaba mi primer viaje por el África subsahariana. Tres semanas muy completas que han merecido muco la pena. Ahora toca pensar en el siguiente viaje. Por si acaso Qatar Airways ya me ha enviado ofertas de vuelos, algunas muy interesantes de precio.  

Regreso a Johannesburgo

5 de enero - Hoy el viaje toca prácticamente a su fin. Antes de salir de Gunn’s Camp hacemos una excursión en mokoro, de unas dos horas de duración. En uno de los mokoros vamos Mike y yo, y en otro, el guía de los alemanes. El paseo resulta apacible y relajante, sobre todo la primera hora, cuando aún dura algo del frescor de la mañana. Primero vamos en dirección contraria a la que hemos seguido estos días pasados, avanzando por canales estrechos, golpeando a veces la vegetación que crece en el río. Cuando vemos un hipopótamo que nos cierra el paso, damos la vuelta y seguimos en sentido contrario. A las 10,40 cogemos la avioneta para llegar a Maun (un vuelo de unos 20 minutos de duración, menos movido que el de la ida).



 Luego me toca esperar casi tres horas en el aeropuerto de Maun, pequeño y sin nada de interés. El vuelo de Air Botswana despega un cuarto de hora antes de tiempo y llega muy puntual, aunque hay una cola importante en inmigración (al final ni siquiera me miran los sellos del pasaporte, pero prefiero no haberme arriesgado a cruzar a Zambia) y tardo también bastante en conseguir el equipaje (cambian la cinta por la que sale sin avisar). Cojo el shuttle para ir al hotel, pero soy tan despistado que me equivoco de hotel: como durante todo el viaje por Sudáfrica nos hemos alojado en la cadena Protea me voy al Protea OR Tambo en vez de al Premier OR Tambo, que tengo reservado. Por suerte, ambos están casi al lado y el chofer del primer hotel me acerca. Preparo el equipaje para el día siguiente, hago la facturación online, y consulto el correo electrónico, donde tengo algunas fotos fabulosas que me envía Renuka, incluidas algunas que hicimos en Chobe el día que compartimos “Game Drive”.




lunes, 5 de enero de 2015

Mokoro


4 de enero - Pongo el despertador a las cinco y media, aunque me despierto unos minutos antes. Ya empieza a despuntar el alba, si bien aún es noche cerrada. Salgo fuera de la habitación para contemplar el amanecer, pero debido a la orientación de la tienda solo se divisa el cielo a lo lejos, desde la terraza donde está la ducha. Sí se escucha a los hipopótamos moviéndose en el agua y los gruñidos de los jabalíes.



 Tras ducharme, afeitarme y tomar el café que me traen a las seis y cinco, a las seis y cuarto estoy ya en el comedor. No hay nadie aún, ni siquiera los empleados, pero ya hay dispuestos cereales, frutos secos, yogures y agua. De modo que desayuno tranquilamente, antes de que lleguen los huéspedes alemanes, con los que me encuentro a las seis y media, mientras vuelvo a mi tienda a lavarme los dientes. Quiero ver si es posible salir pronto en el mokoro, aunque imagino que será difícil acelerar el tema. Cuando regreso a la casa principal los alemanes y los guías están desayunando. Me pongo a observar el “bush” con unos prismáticos y acabo divisando una manada de elefantes a lo lejos: cuatro adultos y una cría. Es la primera vez que veo una manada de elefantes con tanta claridad y permanezco un rato largo mirando con los prismáticos mientras los elefantes se mueven lentamente.




Como imaginaba, no salimos en el mokoro hasta que todo el mundo acaba y los alemanes van unos momentos a su tienda: son ya las siete y cuarto cuando nos montamos en los mokoros. Por suerte, hace bastante menos calor que ayer.

Los alemanes desembarcan en el mismo sitio que yo ayer, y Mike y yo seguimos navegando en el mokoro. Lo cierto es que surcar el Delta en el mokoro es verdaderamente apacible. En cierto sentido, es comparable a la experiencia que tuve cuando recorrí la selva del Petén en barca, aunque allí el paisaje es mucho más exuberante.

Mike me dice, sin embargo, que no podemos ir muy lejos, porque pasado un punto en el río hay hipopótamos y puede resultar peligroso: por eso prefieren la motora y solo hacen paseos breves en el mokoro. Eso lo entiendo, claro. Podrían habérmelo explicado anoche directamente. Le digo que cuando tenga que dar la vuelta lo haga y lo hace casi ipso facto. 


















Paramos un minuto en la orilla y bajamos para que me explique un árbol. Luego acabamos volviendo con el mokoro al mismo punto donde han bajado los alemanes, el otro guía y el chaval que nos acompañaba ayer a nosotros. Volvemos a caminar un rato, igual que ayer. Con todo, el paseo resulta más agradable, al hacer menos calor, aunque vemos pocos animales: una especie de búfalos, impalas y zebras. Charlo por el camino con Mike, que por suerte parece relajarse, y abandona casi por completo esa costumbre de responder “You’re welcome. Thank you” a cada una de mis aseveraciones. Le explico que en España Botsuana es conocida, sobre todo, porque el anterior rey de España vino aquí a cazar un elefante. Le pegunto cuánto se paga por ello y me dice que cree que unos 150.000 dólares solo por el animal. Un médico, en cambio, según comenta ante mis preguntas, gana unos 20.000 dólares al año. Me pregunta si estoy casado o tengo hijos. Le pregunto cuánto tiempo lleva trabajando en el campamento. Únicamente un par de meses. Antes trabajó en otro campamento y con un operador turístico, haciendo “game drives” en los dos casos, por lo que ésta es su primera experiencia en un “wet camp”, como se llama a este tipo de campamentos en el Delta. También estuvo unos años sin trabajo. Aunque pone por las nubes a su gobierno, que da educación gratuita hasta la universidad, me explica que trabajando en el Delta intenta sacar dinero para su familia (tiene cinco hijos) y que a veces es duro, porque no ha visto a la familia desde que llegó aquí: no volverá a verlos hasta febrero y tan solo mantiene contacto con ellos por carta. Por eso, me dice, prefiere que haya siempre huéspedes en el campamento, para estar ocupado y no pensar demasiado.




Tras el breve paseo montamos de nuevo en el mokoro y regresamos al campamento. En total, la excursión ha durado unas dos horas y cuarto, algo menos que si hubiésemos hecho el mismo recorrido que han elegido para los alemanes, y para mí mismo ayer. Pero me alegro de haber podido al menos montar unos 45 minutos en mokoro, en vez de tan solo 10 minutos escasos. La realidad es que aquí hay poco que hacer y en un par de días se liquidan todas las actividades. En su momento barajé quedarme dos noches en un campamento y una en otro pero lo descarté, aparte de por el incremento de precio, porque me pareció precipitado. Visto lo visto, no habría sido mala decisión.

Tras descansar un rato en la tienda, tiempo que aprovecho para escribir en el Diario, voy a almorzar. Me acompañan los alemanes, su guía y una empleada, la que se reía ayer de nosotros en la cena, y que es quizás la que da una sensación de ser más hosca. Intento mantener algo de conversación con unos y con otros, pero sin mucho éxito. Los africanos responden cortésmente a las preguntas, pero sin extenderse: averiguo que el guía lleva en el campamento desde octubre, aunque es la segunda vez que trabaja aquí; la mujer llegó hace 13 días; los huéspedes se quedan normalmente dos noches, a veces tres y como mucho cuatro… Y poco más. Los alemanes son aún más escuetos: casi responden con monosílabos. Los africanos hablan entre ellos en Setswana y los alemanes, en alemán. Ninguno de los dos grupos cruza palabra entre sí. ¡Y yo pensaba que el asocial era yo! Al final, por comparación, acabaré resultando sociable y dicharachero. Casi echo de menos a los ingleses, que por lo menos hablaban continuamente. Me reafirmo en la idea que lo de comer todos juntos es absurdo. Yo disfrutaría mucho más de las comidas almorzando solo y observando el paisaje, o incluso leyendo en el Ipad.

Hasta la hora del té (15,30) escribo un rato en el diario, leo y me echo una siesta. Luego, un nuevo crucero por el río. El guía que nos acompaña a los alemanes y a mí no es tampoco el no va más en el circo, pero es bastante mejor que Mike. Sin embargo, como ya es la tercera vez que hacemos el mismo recorrido, resulta a ratos un tanto monótono. La única diferencia es que en vez de tomar las bebidas en el bote atracamos en la isla y lo hacemos sobre un montículo cerca de la orilla. Por lo menos, esta vez me he quitado las lentillas y me he llevado las gafas de sol, lo que se agradece infinitamente cuando a la vuelta navegamos en dirección al sol.



De regreso al campamento, me doy una ducha, aprovechando que ahora el agua está calentita, y veo anochecer desde el porche. La noche amenaza tormenta, con truenos y relámpagos a lo lejos, pero al final no llega a descargar.

Antes de la cena subimos a la última planta de la casa principal a tomar una bebida. Mike me dice que la avioneta nos recogerá los alemanes y a mí a las 10,40 y que si quiero puedo quedarme en la cama hasta más tarde que otros días, salvo que quiera salir a alguna actividad. Le comento que me gustaría volver a hacer un paseo breve en mokoro, pero responde, según le entiendo, que no es posible porque los alemanes los van a utilizar. Claramente, no me entero bien porque los alemanes precisan que ellos se van a quedar en el campamento y, en todo caso, hay al menos tres mokoros. Vuelvo a preguntarle a Mike y me dice que mejor cojamos el bote. Le doy las gracias, pero le preciso que no me interesa el bote, que ya he hecho el crucero en bote tres veces y que para eso prefiero quedarme en el campamento. Al rato el encargado me pregunta si quiero hacer alguna actividad mañana. Quizás se me escapa algo, porque no hablan con claridad ---de hecho, a menudo nos tratan casi como si fuéramos niños-- pero me toca un poco la moral pagar 375 dólares por noche y que haya tantos problemas para elegir la actividad que quiero hacer, de modo que insisto en mi propuesta y el encargado dice que no hay ningún problema. ¿?

La cena resulta surrealista, a ratos con algunos episodios dignos del Teatro del Absurdo, pero por primera vez es también muy divertida. En contra de mi impresión inicial, el alemán resulta ser un tipo con bastante sentido del humor, aunque habla poco inglés y explica que no le gusta que haya demasiada gente alrededor suyo hablando. Prefiere la privacidad. Sobre todo, no tienen desperdicio las caras que pone ante algún comentario de nuestros acompañantes. Cenan con nosotros Mike y el encargado. Entiendo que nunca dejan solos a los huéspedes como forma de mostrar su hospitalidad. Probablemente es parte de su cultura tradicional. El encargado me pregunta como tres o cuatro veces si lo estoy pasando bien. Creo que me lo ha preguntado ya como en diez o doce ocasiones, al menos. Otras veces nos hace a los alemanes o a mí comentarios o preguntas extrañas, como que tenemos que hablar Setswana en la cena, y se pone manos a la obra; o le dice a la mujer alemana que ahora es una camarera cuando se levanta a buscar un cenicero. Todo muy extraño. Mike permanece callado casi todo el tiempo, aunque le oigo hablar en Setwsana un par de veces con el camarero y con el encargado, y distingo la palabra “mokoro”…. Al final de la cena, en plena conversación, casi de manera abrupta, porque estamos hablando animadamente, Mike nos dice que nos acompaña a nuestras tiendas. Esta noche ni siquiera nos preguntan si queremos subir arriba a tomar algo. Los alemanes y yo nos miramos entre nosotros y hacemos ademán de levantarnos, pero Mike tampoco se mueve. El encargado inicia de nuevo la conversación y como otras dos veces más Mike saca a colación el tema de irnos a la tienda, pero sin acabar de arrancar… Es difícil de describir con palabras, pero a ratos la situación es francamente pintoresca. Al final, en un nuevo intento, acabamos marchando a las tiendas a dormir. En mi tienda se oye un animal correteando por el techo, un mono muy probablemente.

El Delta

 3 de enero - Anoche estaba muy cansado, de modo que duermo sorprendentemente bien, ajeno por completo a los sonidos de los animales, que sí me despertaban en la jungla del Petén el año pasado. A las seis menos cuarto estoy en pie y a las seis me traen el café. A las seis y media voy  a desayunar. Me llama la atención que un yogur normal tiene más de 350 calorías: el triple que en España y siete veces más que los desnatados que suelo tomar yo. Con razón estoy cogiendo varios kilos de más. Entre las comidas altamente calóricas, la falta de ejercicio y las grasas animales con las que seguro que cocinan en toda la región uno se siente hinchado casi todo el día. A la vuelta habrá que recobrar urgentemente hábitos más saludables. 

Después de desayunar, Peter y Belinda se marchan a hacer un recorrido en mokoro, la canoa tradicional, que el barquero impulsa con una pértiga, a modo de góndola africana (son aguas muy poco profundas). 


Yo monto en otro mokoro para un recorrido breve, de unos diez minutos, hasta Chief’s Island, donde vamos a hacer una marcha a pie. El recorrido por el mokoro es de lo mejor desde que llegué al campamento: relajante y tranquilo. Por desgracia, son solo diez minutos y salimos demasiado tarde, con tanta tontería de desayuno: habría que haber partido incluso antes de las seis y no a las siete y cuarto. En el mokoro vamos Mike y yo. Y en otra canoa, un chaval joven. Mike me pregunta si he montado alguna vez en mokoro. Cuando le digo que no apostilla que no lo parece porque me he sentado bien en seguida: con las piernas abiertas, una a cada lado, para balancear la barca, y la mochila entre las piernas. Es que uno está ya muy viajado, a pesar de ser torpe. Y, además, para eso no hace falta ir a Salamanca. Sobre todo estando Alcalá J



El paseo por la isla, de unas dos horas de duración, es aceptable, pero tampoco nada excepcional. Hace mucho calor, el paisaje no es nada del otro mundo, y tampoco se ven tantos animales: antílopes, un elefante semiescondido y algunas jirafas. Mike explica la función de algunos árboles y me enseña algunas huellas de leones y elefantes. Antes de empezar el paseo me explica que él irá delante y que si vemos algún animal no corra hasta que lo haga él. También me dice que, llegado el caso puedo trepar a un árbol, pero que no me preocupe porque Dios estará con nosotros, por lo que no tendremos problemas. Got mit uns! Pues que Dios nos coja confesados…





De regreso al campamento, un rato a la tienda y otra vez a comer. Al almuerzo se unen dos alemanes que han llegado hoy.

Tras unas tres horas de descanso, que yo aprovecho para leer un rato, dormir una siesta y escribir algo en el diario, toca otra vez el té. Y luego salimos para un nuevo crucero del atardecer. Lo íbamos a hacer en dirección contraria a la de ayer, pero nos dicen que vamos a repetir el sentido de la marcha porque hace mucho calor. De nuevo, el viaje de ida se disfruta mucho, con esa tranquilidad que proporciona deslizarse por el río. Pero al regresar otra vez tenemos el sol de frente. Los dos alemanes van en una barca y los ingleses y yo en otra. Compruebo que mi impresión de que Peter y Belinda son unos snobs no dista mucho de la realidad: por ejemplo, por los comentarios peyorativos que Belinda hace cuando vemos un grupo de americanos que están alojados en otro campamento, próximo al nuestro, y que pertenece a la misma compañía, pero que es algo menos lujoso. Otros comentarios semejantes refuerzan esa idea de que quieren exclusividad (“privacy”, como lo llaman ellos), algo que, con menos fervor, también dejan caer los alemanes en la cena. En fin, cuando menos es una experiencia conocer cómo piensa este tipo de gente, para estar todavía más orgulloso de lo que creo.  







El rato antes de la cena lo aprovecho para darme un ducha rápida (ahora el agua está más caliente, al ser una ducha solar) y para ver anochecer desde el porche. El sol se tiñe de colores rojizos mientras observo a un hipopótamo que sale del agua justo enfrente de mi tienda y se aleja lentamente.






En la cena, conversaciones insustanciales (Peter tiene un coche deportivo, Belinda tiene una cocina alemana, comentaros sobre el whisky…), todo ello precedido del mismo ritual de presentación de la cena, esta vez a cargo de una camarera. Y a mi lado, sentados a la mesa, dos trabajadores del campamento hablando en Setswana. Todo un poco surrealista, la verdad. Pero reconozco que resulta una estampa divertida, en cierto sentido.

El guía que cena con nosotros me pregunta qué tal con Mike (le respondo que bien, cortésmente) y entonces añade que mañana haremos otro paseo a pie. Le corrijo y le preciso que mañana quiero mokoro. Me dice que no hay problema, aunque parece que le rompo los esquemas. Se levanta y habla con Mike por el “walkie talkie”. Luego comenta algo con la otra empleada que cena con nosotros mientras me señala con el dedo, lo cual no deja de ser de mal gusto. La empleada se ríe también cuando Peter y yo nos acercamos al buffet a servirnos el plato principal, parece ser, sugiere Peter, por coger pescado habiendo carne (en realidad yo me sirvo un poco de todo, incluyendo pollo y kudu, una especie de antílope).

En cuanto acabamos de cenar, y se levantan todos para ir arriba a tomar otra bebida, a instancias del guía que ha cenado con nosotros, me excuso y me marcho. Me despido de Peter y Belinda, que parten mañana, y les digo a los alemanes que nos vemos mañana en el desayuno.

El guía que ha cenado con nosotros me escolta a la tienda. Por el camino se oye un ruido parecido al de los grillos o las chicharras. Me quedo unos instantes en el porche de la tienda, mirando a lo lejos, hacia la oscuridad, y escuchando los sonidos de la noche. Luego, mientras escribo en el diario, oigo una especie de ladridos. Salgo de nuevo al porche para escucharlos mejor. Es una mezcla de ladridos y de gruñidos, supongo que de jabalí. Mientras sigo escribiendo se oyen más ruidos de animales (hipopótamos o jabalíes, imagino) cerca de la tienda. Resulta fascinante, aunque también intimida un poco, a decir la verdad. Antes de marcharme a la cama salgo de nuevo unos instantes al porche, a disfrutar de la noche en el “bush”. 

Gunn's Camp

2 de enero - Hoy me tomo la mañana básicamente de relax. A las 10 me llevan al aeropuerto para tomar la avioneta que me trasladará hasta el Delta del Okavngo, la zona más remota que visitaré en este viaje, y también una de las más exclusivas de Botswana. Luego me entero de que, en realidad, salimos para el aeropuerto a las 11 (el vuelo es a las 12) y me arrepiento de no haber hecho un “game drive” por la mañana (de 6 a 9), aunque bien es cierto que tampoco me apetecía mucho pegarme otro madrugón.

Al acabar de desayunar veo a Renuka y le comento que me voy a acercar a conocer el baoab que está situado cerca de la comisaría de policía y que las autoridades coloniales británicas emplearon como prisión (anoche me dijo que también quería verlo). Finalmente nos acercamos a verlo los dos, dando un paseo por la carretera. Cuando nos despistamos le preguntamos a un hombre que pasa por la calle y que nos indica que en realidad el árbol está dentro del patio de la comisaría de policía.




A las 11 Sox me acerca al aeropuerto de Kasane, a menos de 10 minutos del hotel. Es un aeropuerto muy chiquitito. En uno de los mostradores un empleado me dice que va a comprobar mi nombre y que me siente y espere. Ni siquiera hace el “check in” ni me pesa la mochila. Pero el tiempo pasa y pasa, y nadie me avisa. Veo que se forma una cola larga en el mostrador y son ya casi las 12, la hora a la que supuestamente sale mi avioneta, de modo que me acerco a preguntar de nuevo, no vaya a ser que se hayan olvidado de mí… Nada, de nuevo la misma respuesta: que espere. Finalmente, se acerca el empleado, me pide la mochila (que no llega siquiera a pesar, menos aún el equipaje de mano, después de mi cuidado por no exceder en ningún caso los 20 kilos permitidos) y me dice que pase por el control de seguridad. Como hay cola y son ya más de las 12 me acompaña para saltarme la cola. 

En la avioneta viajamos una pareja alemana y yo. Ellos van a “Pom Pom”, otro de los campamentos del Delta, de la misma compañía que el que he elegido yo (“Gunn’s Camp”), pero supuestamente algo mejor, y también más caro. En un momento dado contemplé pasar dos noches en Pom Pom y dos en Gunn’s Camp, en vez de tres en este último, pero lo descarté, porque al incremento de precio, y a la noche extra, había que sumar otro vuelo, y los vuelos son impresionantemente caros.



En la avioneta acabo sentándome detrás, junto al ala, que no es un muy buen sitio para hacer fotos, aunque debo reconocer que tampoco el vuelo resulta tan espectacular como esperaba. En la primera parte se sobrevuelan zonas arboladas y luego, casi al final, cuando quedan unos 20 minutos de la hora y media larga que dura el vuelo, se llega a la zona del Delta, repleta de canales y pequeños lagos. Es bonito, pero tampoco impresionante: se nota con toda claridad que esta no es la mejor época del año para visitar el Delta. De hecho, el que sea temporada baja, y elegir un campamento que no sea de los más caros, es lo único que me ha permitido venir aquí, aunque sea pagando una pasta: en temporada alta, simplemente no está a mi alcance. Se pagan tranquilamente 1.000 o 1.500 dólares por noche, más los traslados. Por lo demás, el vuelo discurre sin incidencias, aunque la avioneta pega pequeños saltos de vez en cuando, como nos avisó el piloto al despegar. No llego a marearme, pero sí se me revuele un pelín el estómago.









Aterrizamos en una pista en medio del Delta y a pie de escalerilla me esperan el encargado del lodge y Mike, el guía. Al avión sube otra pareja alemana que se marcha del campamento. Les pregunto qué tal la experiencia y la mujer responde que bien, aunque la cara que pone no parece muy prometedora.
Mike, averiguo pronto, tiene un acento francamente difícil de entender. Como en Zimbaue, y en menor medida en Sudáfrica, la gente negra habla entre sí en idiomas locales: en este caso, en Setswana, el idioma nacional de Botswana junto con el inglés. En un momento dado, Mike me pregunta si hablo inglés, como le pido que repita varias veces algunas cosas: le digo que sí, pero que no es mi lengua materna. Más tarde, compruebo que también a otros viajeros del Reino Unido les cuesta seguirle de vez en cuando y que al resto de los empleados se les entiende sin mayores dificultades.

Desde el principio se nota que este es de esos sitios donde intentan ser obsequiosos, algo frecuente en los lugares donde se paga tanto dinero, y que a muchos viajeros, sobre todo anglosajones, les gusta, pero que a mí no me atrae. Yo vengo hasta el Delta buscando el contacto con la naturaleza, no el lujo ni que me pasen la mano por el lomo. Mike, en concreto, da las gracias a cada frase y, además lo hace de una manera bastante rara, diciendo “De nada” primero y luego “Gracias”. Por ejemplo, cuando al día siguiente hagamos una excursión a pie, cada vez que propone reemprender el camino, pregunta si seguimos y cuando yo respondo, por ejemplo, “sure”, dice: “You’re welcome. Thank you”. Es bastante raro, la verdad, aunque uno acaba acostumbrándose. Por otra parte, la gente de Botsuana tampoco me parece tan amable, si soy sincero. Desde luego, no lo es si se la compara con Zimbaue: bien es cierto que allí solo pasé dos días en una zona muy turística. Hay una cierta actitud hosca, combinada con ese deseo de agradar, incluso aquí en el campamento.

Yendo hacia el lodge hay un comité de bienvenida: unas empleadas que cantan una canción y me dan una toallita húmeda para refrescarme. Luego, me dicen que tienen algo de comida preparada. Antes, vamos a la tienda que tengo asignada. De camino, vemos un elefante, que está pegado al campamento, comiendo. De hecho, tenemos que desviarnos del camino principal para evitar cruzarnos con él. 


La tienda es, por supuesto, una pasada desde el punto de vista de la comodidad. Todo decorado con mucho gusto, con un porche con vistas al “bush”, una especie de antesala, un lavabo, una habitación pequeña para el inodoro y un patio exterior con ducha y bañera. Francamente bonito, pienso.













En el restaurante me hacen firmar un papel eximiéndoles de responsabilidad si me pasa algo y me explican los horarios: a las 6 de la mañana me traen café a la habitación (me preguntan cómo lo quiero), a las 6,30 desayunamos, luego hay una actividad (mokoro o mokoro y paseo), a las 11 comemos, a las tres y media hay un té, y a las ocho cenamos. El encargado, de cuyo nombre la verdad es que no llego a enterarme, me dice que después de la cena Mike me acompañará a mi tienda, porque puede ser peligroso, a causa de los animales: sobre todo elefantes, pero también hipopótamos.






Entiendo que el encargado va a almorzar conmigo, pero como me sirven la comida a mí solo empiezo a comer. Después de todo son las dos y media de la tarde, que para ellos es ya una hora muy tardía. Luego resulta que le acaban sirviendo a él, con lo cual supongo que quedo como un maleducado, pero me parece casi peor pedir disculpas, de modo que simplemente le deseo buen apetito (“Enjoy”!). La conversación discurre, cómo no, alrededor del fútbol, hasta llegar a un punto en el que simplemente tengo que confesar mi ignorancia: no sé en qué equipo juega Kaká. Tan solo sé que jugó en el Real Madrid en su día. Al final, antes de hacer un viaje de este tipo, voy a tener que hacer un curso acelerado de fútbol...

Tras la comida voy un rato a la tienda, pero a las tres y media tengo que estar de vuelta para el té: tomo un par de trozos de bizcocho casero, francamente bueno. Aquí, eso sí, lo de comer y, sobre todo beber, es una obsesión. Como todas las bebidas están incluidas cada vez que te ven por el comedor te preguntan si quieres beber algo (alcohol, se supone) y se sorprenden cuando dices que no… Tampoco es de extrañar, en realidad, porque muchos extranjeros entienden aquí la diversión en ese sentido. Pasaba también lo mismo en algunos de los cruceros que he hecho por el río en Sudáfrica o Zimbaue. Para mí, debo confesar, representa un misterio por qué la gente se molesta en venir hasta tan lejos para deleitarse con bebidas como uno de los elementos esenciales de la experiencia. 

En el té conozco a las otras dos personas que están ahora mismo en el campamento: un matrimonio inglés que de inmediato me caen me caen bastante mal. Me dan la impresión, quizás falsa, de ser la típica pareja ricachona y prepotente. Desde el balcón del restaurante observamos un rato al elefante, que come hojas de un árbol a pocos metros de la tienda-restaurante.









La primera actividad, que hacemos todos juntos, es un crucero por el Delta. La navegación es realmente hermosa, sobre todo teniendo en cuenta que estamos solos en el río. Vemos pocos animales, pero mucho más próximos que en ningún otro momento del viaje: cocodrilos pequeños, impalas e hipopótamos, y sobre todo muchos pájaros. Pero se percibe claramente que esta no es la época buena para avistar animales. En cualquier caso, la navegación por sí misma ya merece la pena. Lo malo, y es algo que estropea mucho el disfrute del crucero, así el efecto sedante y casi hipnótico que tiene, es que el sol está realmente alto y hace un calor infernal. Aunque se supone que es un “sunset cruise”, da más la impresión de que estamos en Andalucía en pleno agosto a la una de la tarde. Me pregunto por qué no retrasan un poco la salida. Luego, compruebo que, cuando empieza anochecer, el ocaso llega muy rápido. Pero, aun así, habría un margen de casi una hora para disfrutar del crucero a una hora más agradable. El recorrido dura unas tres horas en total. De regreso avanzamos hacia el sol y la luz es simplemente insoportable. El sol se refleja en el agua y resulta cegador. Tengo que taparme la cara con la gorra constantemente.

















Mike da algunas explicaciones sobre los animales, pero da la impresión de tener poca idea. A menudo intenta justificar sus explicaciones con lo que dice un libro que lleva consigo. El chaval más joven que conduce la barca parece tener más conocimientos de la fauna, además de expresarse mejor.

Cuando llegamos al embarcadero nos previenen que hay un elefante merodeando y nos preguntan si queremos que nos acompañen a la tienda. La pareja alemana dice que no y se marcha. Yo voy tras de ellos, pero me detengo unos instantes para sacar alguna foto. Cuando intento llegar a mi tienda veo al elefante en mitad del camino: probablemente se trata del mismo macho solitario que hemos visto desde mi llegada. Prudentemente, me retiro hacia atrás y le observo a una cierta distancia. Al cabo, veo a Mike avanzar a mis espaldas por la pasarela de madera que comunica la casa principal (donde está el restaurante) y las tiendas de los huéspedes. Me dice que avancemos y que nos desviemos por otro camino, pero nos volvemos a topar con el elefante. No sé si por agradar, o porque cree que me molesta no poder llegar a la tienda a causa del elefante, hace algo que simplemente me deja pasmado: empieza a gritar al elefante diciéndole que se marche. Yo no entiendo nada de elefantes, como es obvio, pero este comportamiento me parece insólito: gritar a un animal salvaje situado a unos pocos metros de ti no creo que sea lo más sabio. Le digo que lo deje estar y no se preocupe, que el elefante ya se irá cuando tenga que irse, que después de todo somos nosotros los que estamos en su territorio. Con su consabido “you’re welcome” lo deja estar un rato y acabamos refugiándonos en el porche de su tienda, situada cerca de la mía, con el elefante aún a unos pocos metros. Poco después se impacienta (ya es casi de noche) y hace la cosa más estúpida y poco profesional que he visto en mucho tiempo: coge una piedra pequeña y avanza un par de metros hacia el elefante, haciendo ademán de tirársela, con ánimo de ahuyentarlo. Aunque no llega a tirarle la piedra, pasa lo que tenía que pasar, claro. El elefante nos mira y avanza hacia nosotros con intenciones que no parecen muy amigables, como si fuese a cargar. Entonces el guía empieza a correr hacia el porche e intenta abrir a toda prisa la puerta de su tienda. En fin, simplemente impresentable. Lo comparo con la profesionalidad del guía que me acompañaba en el campamento de osos de Alaska (Herb), donde estuvimos aún más cerca de los animales y hubo algún momento de verdadero riesgo, y no encuentro color.




Por suerte, los animales salvajes tienen mucho más juicio que muchas personas. Al dejarle en paz, el elefante sigue con su tarea (comer hierba y hojas), ya junto al porche. Intento sacar alguna foto y grabar vídeo, pero como ya es de noche las imágenes no se distinguen con claridad, a pesar de que elefante está pegado a nosotros.

Tras aguardar un rato, cuando el elefante se aleja unos metros, le digo a Mike que voy  a caminar hacia mi tienda lentamente y me acompaña hasta ella, aunque lo cierto es que casi preferiría ir solo. Cuando marcho a la tienda-restaurante para cenar el encargado me regaña por llegar hasta allí solo. Me dice que es peligroso, que podría haber sucedido cualquier cosa y que debería haber esperado a Mike. ¿Cómo explicarle que a menudo en la vida es preferible estar solo que mal acompalado?
La cena la hacemos, como todas las comidas en el campamento, todos los huéspedes juntos, además de algunos empleados, que según veo después se van alternando (en total hay 16 personas trabajando, de momento para nosotros tres). La cosa de comer todos juntos podría estar bien, pero a mí me acaba resultando cargante y, además, combinándolo con tanto horario, resta mucha libertad. Es de las cosas que yo mejoraría en un sitio como este, donde lo importante es la naturaleza y no la convención social.  

Esta primera noche cenamos la pareja inglesa, el encargado, Mike y yo. Siguiendo el ritual establecido, los camareros nos explican antes de nada lo que hay que comer, con una actitud encantadora, a pesar de su intento de ser ceremoniosos: alguno se equivoca en inglés --dice “buenos días” en vez de buenas noches, por ejemplo-- y se ríe. El huésped inglés se sirve whisky con gran alegría, aunque advirtiendo de que solo tienen “Jack Daniels” y no otra bebida mejor.

Los inicios de la conversación con la pareja inglesa no resultan muy prometedores y confirman mi impresión inicial. Al enterarse de que soy profesor de universidad, la conversación se encamina hacia el hecho de que las universidades ya no sean tan exigentes como antes, como sucedía en su época, y por ello acabe estudiando gente que no debería haber llegado a la universidad. Yo salgo como una tromba a responder que, con todo respeto, esa actitud me parece que sirve para perpetuar las diferencias de clase, de modo que los ricos siempre pueden estudiar, sean buenos o no desde el punto de vista académico, mientras que el resto tiene que ser verdaderamente brillante para llegar a la universidad. Belinda, la mujer, cuyo nombre me recuerda a la estirada protagonista del poema de Pope (“The Rape of the Lock”), me dice que eso no es así y su marido, Peter, apostilla que quizás en Estados Unidos sí sucede esto, pero que en el Reino Unido no, porque la admisión depende solo del mérito académico y no de la renta, por lo cual cualquiera que lo merezca puede estudiar en Oxford o Cambridge. Tengo mis dudas, pero lo dejamos estar.

Mi animadversión se suaviza un poco a medida que avanza la cena, y proseguimos la conversación, aunque no congeniamos demasiado, la verdad. Me preguntan si he viajado a más sitios y me da la impresión de que se quedan sorprendidos al descubrir que sí, que he visto ya mucho mundo. Ellos viajan con mucha frecuencia, por supuesto, sobre todo desde que Belinda superara un cáncer, añaden luego. Quieren saber dónde está mi familia y, cuando les explico que mis padres murieron hace unos años, mi madre hace ya más de veinte, no pueden reprimir un comentario de “How sad”. Añaden que resulta una vida muy triste. ¿Perdón? Una cosa es el juicio íntimo que yo mismo pueda hacer sobre esa soledad con la que a veces convivo y otras veces me peleo, que en ocasiones acepto y a veces me atenaza; y otra cosa, totalmente diferente, es que unos perfectos desconocidos se permitan este tipo de juicios de valor. En todo caso, no entro a trapo: manifiesto que todo depende de cómo se quiera ver, que la vida tiene siempre cosas buenas y malas, y que lo importante es tener la actitud de aprovechar las buenas. Por lo menos les parece buena filosofía, me dicen.

Más tarde, Belinda explica que tanto ella como su marido son judíos y que ella desciende nada menos que del consejero financiero de la reina Isabel: Abraham Seneor. Toma ya. Como si fuese casi de la realeza…. Se sorprende, por cierto, de que sepa quién es Seneor, a pesar de que es un personaje histórico sobradamente conocido. La típica prepotencia de los que tienen dinero, que creen que la plebe es inculta por el mero hecho de ser plebe.

En un momento determinado de la conversación el encargado explica que trabajó en Estados Unidos para Disneyworld (en Orlado, Florida) y no sé cómo acaba interesándose por los ritos funerarios judíos y hablando también de los ritos en Botswana.

Tras la cena subimos unos instantes al porche de arriba, donde el inglés se sirve otro whisky. En seguida, yo me excuso, alegando que mañana tenemos que madrugar, y los propios ingleses dicen que ellos también van a su habitación. Mike nos acompaña, sin mayores contratiempos, y así acaba el primer día en Gunn’s Camp. En la habitación me embadurno de antimosquitos, porque además de alguna araña hay infinidad de ellos. Es lo normal en pleno “bush”. Lo que me extraña es que, entre tanto lujo, no hayan encontrado lugar para una mosquitera alrededor de las camas. Pensé en traerme la mía al viaje, que me regaló Eloísa el año pasado, cuando fui a Guatemala, pero no lo hice pensando que en un sitio como este no haría falta, porque estarían preparados. Parece ser que no, después de todo.

Así acaba mi primer día en Gunn’s Camp, un sitio muy atractivo en muchos aspectos, pero que, me da la impresión, también está muy desaprovechado desde el punto de vista del contacto con la naturaleza, en parte quizás por ser temporada baja. En cualquier caso, llegar hasta aquí es toda una experiencia, al alcance de muy poca gente, por lo que me siento privilegiado.